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El depuesto presidente de Egipto, Mohamed Mursi.
El mundo mira desconcertado la imparable ola de protestas que sacude Europa, el Oriente Medio, el norte de África, Turquía o Brasil.
Tres años después del derrocamiento del dictador Ben Ai, la “verdadera” democracia todavía no llega a Túnez, se lamentaba la semana pasada Amine Ghali, director de programa del Kawakibi Democracy Transition Centre, en Túnez.
“Nuestras expectativas sobre la vida después de la revolución no se han cumplido”, agregó, en declaraciones a la periodista Louise Sherwood, de la agencia IPS.
Sin embargo, Sherwood estimó que “pese a todo, la transición hacia la democracia en Túnez ha sido relativamente exitosa”. Comparando con lo acontecido en Libia, o con lo que está ocurriendo en Siria, el derrocamiento de Ali ocurrió en relativa paz.
Una visión algo distinta plantea su colega en IPS, Justin Hyatt. Dos años y medio después de la caída de Ban Ali, “las grandes expectativas de cambio que despertó la revolución difícilmente se han alcanzado”.
“Desempleo, altos precios, lento crecimiento económico y enormes disparidades regionales, han desatado un toque de nostalgia entre algunos por el reino de Ben Ali”, asegura.
Richard Falk, uno de los periodistas con más experiencia en Oriente Medio, se refirió a la “peligrosa transición democrática”, en Egipto y Túnez.
Dos años después de Plaza Tahir, en Egipto y de la revolución de los jazmines, en Túnez, “es evidente que la lucha contra el autoritarismo en el mundo árabe, con frecuencia se frustra”, afirmó. Y aun cuando esa lucha parece tener éxito porque el dictador tuvo que abandonar el poder, la verdad es que está aún lejos de terminar, agregó.
En torno al derrocamiento del presidente egipcio, Mohamed Morsi, la semana pasada y
cuidando de no calificarlo de “golpe de Estado” −porque eso impediría continuar con el generoso financiamiento que Estados Unidos le da al ejército egipcio−, el presidente Barack Obama hizo un llamamiento a los militares para “ceder toda la autoridad rápidamente y de manera responsable a un gobierno civil, democráticamente electo a través de un proceso abierto y transparente”.
El ministro de Relaciones Exteriores de Alemania, Guido Westerwelle, consideró la intervención de los militares como “un fracaso mayor para la democracia en Egipto”.
La dificultad para explicar la situación quedó expresada en un planteamiento de Fisk: “la legitimidad de Morsi es suficiente y sus errores insuficientes para justificar su salida del gobierno antes del término de su mandato, pero Egipto no puede sobrevivir como una sociedad coherente si tiene que esperar hasta 2016 para un nuevo ciclo de elecciones presidenciales”.
Lo cierto es que si bien todos apelan a la “democracia”, el término difícilmente expresa con claridad un rumbo para la vida política de Egipto, o de los países de la región que se han visto involucrados en protestas y cambios de gobiernos en años recientes.
Como lo señala Falk, “en los dos últimos años los intermitentes disturbios callejeros, la encarnizada polarización política y los desatinos de una laberíntica transición, han empeorado los achaques heredados de la dictadura de Mubarak”.
La Constitución, aprobada en un referendo el pasado diciembre, es motivo de encarnizada división. «Ni los Hermanos Musulmanes están de acuerdo con lo que redactaron», asegura.
EL SECRETO: LA CRISIS ECONÓMICA
Si las causas de la rebelión y la búsqueda de un nuevo orden político es motivo de debate, parece haber más uniformidad en el análisis de la situación económica que llevó a la crisis.
En los últimos 12 meses, destacan los analistas sobre Egipto, “un Gobierno con escasa formación económica ha sido incapaz de detener la sangría: la libra egipcia se ha devaluado un 10% desde finales de 2012; la tasa de desempleo real supera el 20% y se ceba con los jóvenes; y la reserva de divisas extranjeras se han desplomado más de un 60% desde principios de 2011”.
En el fondo, agregan, subyace la dura prueba que el pueblo egipcio enfrenta diariamente, con el aumento de los precios de los productos básicos, los ingresos decrecientes, desabastecimiento de combustible, preocupación por la seguridad alimentaria, el crecimiento de la violencia callejera, y un horizonte de desesperanza para un futuro previsible.
En realidad, algunas de las mismas razones esgrimidas por quienes tratan de explicar las recientes protestas en Brasil o en Turquía.
En Brasil se habló del “infierno urbano” para explicar esas protestas: explosión del uso del automóvil particular y deterioro del transporte público; especulación inmobiliaria; degradación de la vida diaria de la mayoría de la población.
Turquía no escapa al mismo debate. Si bien se puede leer que el país “tiene una de las economías con el más rápido y saludable crecimiento en el mundo”, otras voces advierten las tensiones.
El crecimiento se basó en la inversión extranjera directa, en la especulación inmobiliaria de lujo en la costa del mar Egeo y por masivas privatizaciones de las empresas públicas. Ahora “los ciudadanos están cansados de una economía excesivamente liberal, que ha incrementado la brecha entre la burguesía y la clase obrera”, de modo que las protestas por el avance de los proyectos inmobiliarios sobre áreas públicas desataron la ira de la población.
DOS IDEAS
De cierto modo, el debate sobre las alternativas de desarrollo se ve con más claridad en Europa que en el mundo árabe. Quizás eso se deba a que, en Europa, el orden político está claramente establecido. Es el que conocemos mejor y el que se nos presenta como modelo a alcanzar. El del mundo árabe es el resultado de una historia distinta en la que, entre otros factores, se incluye un orden religioso distinto al del mundo occidental.
En Europa, la crisis ha obligado a intensas reflexiones en busca de una salida. Reflexiones que se resumen en diferentes propuestas políticas que, pese a los matices, se pueden reducir finalmente a prácticamente dos grandes alternativas.
Vicenç Navarro, economista español que incursiona permanentemente en el tema en el diario “Público” y autor de diversos libros sobre la materia, lo aborda más recientemente en un análisis sobre las políticas de rebaja de los salarios para aumentar la competitividad, en su caso, de la economía española.
El artículo desnuda las alternativas para enfrentar la crisis. Una es la que proponen “los mayores centros de reflexión próximos a la banca privada y a la gran patronal (tales como FEDEA, financiada por grandes bancos y grandes empresas)”, que presionan para que bajen los salarios como alternativa para incrementar esa competitividad.
Pero –reflexiona Navarro–, “el precio de un producto depende de muchos otros factores, además de los salarios. Depende, por ejemplo, de la productividad del capital, y no sólo de la productividad del trabajo. No sólo de las rentas del trabajo, sino también de las rentas del capital, incluyendo los beneficios”.
“Basar la economía, como Fedea y Co. están proponiendo, en bajos salarios, es condenar a España a una economía de baja productividad. Y este ha sido el drama del sur de Europa”, afirma, recordando que en el sector industrial, los salarios y la productividad en el sector industrial español (el de más alta productividad) “no difieren en gran medida de los alemanes en el mismo sector”. Los bajos salarios y la baja productividad están en la agricultura.
En la reflexión de Navarro se resume, de cierto modo, un análisis sobre la naturaleza de la crisis y sus posibles soluciones. Algunos miran hacia Alemania y apuntan a su “milagro”: el pleno empleo conseguido mediante el mecanismo de crear “miniempleos”, un ardid puesto en práctica el 2003, por el excanciller socialdemócrata, Gerard Schroeder.
En cuanto a Alemania, “va bien para una élite determinada”, explicó Carmela Negrete, periodista y una de las autoras del libro “La quinta Alemania”. Las cifras aseguran que la economía crece cada ejercicio, pero las economías privadas, sobre todo las más humildes, menguan sin parar”, destacó Negrete.
Hay muchas maneras de analizar la naturaleza de la crisis económica por la que atraviesa el mundo. Pero, si se lee con cuidado, todas se refieren a diferentes formas de repartir la propiedad y las riquezas que genera, al tiempo en que destacan los efectos concentradores de las políticas neoliberales de los últimos 30 años en todo el mundo.
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