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La figura del Estado-nación dentro de la siempre cambiante escena contemporánea, continúa siendo sacralizada en términos de una cierta inconmovible noción que la define, a partir del culto a la soberanía territorial que aparece como uno de sus principios o atributos fundamentales, algo que no se compagina con los acelerados cambios que registra el escenario histórico, en este nuevo cambio de siglo, donde el tema de la soberanía territorial de muchos Estados se ha venido relativizando frente al poderío y presencia militar estadounidense, a escala planetaria y también frente al poderío económico de algunas empresas transnacionales, cuyo PIB excede en varios dígitos al de un buen número de Estados nacionales, cuyos ingresos resultan ser bastante inferiores.
Por otra parte, sucede que mientras algunos de los viejos imperios europeos (sobre todo en el caso de Inglaterra y Francia) comenzaron a perder importancia, al concluir el período de las dos guerras mundiales de la primera mitad del siglo XX, pero especialmente a partir la década de los 1960, cuando obtuvieron su independencia la mayor parte de las naciones africanas y asiáticas (el caso de la India se remonta a 1947), no sucede lo mismo con la única superpotencia que quedó al concluir la no tan fría guerra que libraron Estados Unidos y la Unión Soviética a lo largo de casi medio siglo, convertida en el gendarme internacional sin límites para espiar no sólo a sus ciudadanos, sino también a la casi totalidad de los habitantes del planeta, un ámbito que tampoco parece definir sus fronteras, tornándose estrecho también desde la propia dinámica imperial, sobre todo a partir de sus incursiones en el espacio exterior y sus obsesiones de ejercer control, también en ese ámbito.
Durante las semanas recientes, el caso del agente de la inteligencia estadounidense Edward Snowden, que se encargó de revelar los andamiajes de la maquinaria de espionaje a escala planetaria, generó una gran cantidad de tensiones entre la superpotencia y una serie de Estados nacionales, que buscan reafirmar su soberanía territorial y construir diversos grados de independencia política y económica.
Las viejas potencias europeas han tornado, de manera un tanto disminuida y retórica, a revivir sus viejos proyectos colonialistas en África y el Oriente Medio, aunque siempre bajo la hegemonía estadounidense exteriorizada en sus manejos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), un organismo expansionista y agresivo que, durante el período de la guerra fría, se presentaba como defensivo frente a la Unión Soviética y las naciones del llamado Pacto de Varsovia, desaparecido hace un par de décadas.
Las maniobras de Francia e Inglaterra en el Medio Oriente y en el Norte de África, incluido el despliegue de la aviación y de tropas encuadradas en la OTAN, evidenciaron esa clase de sueños menguados de aquellas naciones europeas que se habían repartido el continente africano, con escuadra y compás en la Conferencia de Berlín, de 1885.
Sin embargo, lo que puso de manifiesto la gran paradoja de los Estados nacionales contemporáneos, sobre todo europeos y sus pretensiones de soberanía territorial expansiva, de tipo imperial, se demostró en la acción de cuatro naciones europeas (Francia, España, Italia y Portugal) que prohibieron, durante un lapso de 15 horas, el sobrevuelo del avión presidencial boliviano que llevaba de regreso a su país, procedente de Moscú, al presidente de esa nación sudamericana, Evo Morales Ayma. Bajo el pretexto de que el perseguido estadounidense Edward Snowden viajaría en esa nave, actuaron como servidores de los dictados de la única superpotencia colonial que sobrevivió a la guerra fría, de tal manera que los viejos colonizadores se terminaron comportando como colonizados, dentro de lo que son las ironías que marcan los estrechos límites del Estado-nación contemporáneo.
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