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Existe en el país un prejuicio arraigado, según el cual, para tener valores, es necesario ser devoto de algún Dios. Del mismo modo, hay quienes piensan que creer en Dios y ofrecer signos externos de religiosidad, es ya dar una prueba de honestidad. El prejuicio no resiste el análisis racional, y sin embargo es persistente.
En el siglo XVII, cuando las guerras de religión asolaban a Europa, John Locke escribió una Carta sobre la tolerancia en la que argumentó sobre la necesaria separación entre la autoridad civil y la autoridad eclesiástica para preservar la paz civil. La diversidad de creencias religiosas debe ser tolerada por el Magistrado, decía Locke; así como este no debe imponer una creencia en lo que atañe a la salvación del alma individual, ninguna congregación religiosa debe intentar privar a las personas de los derechos que garantiza el Estado.
Sin embargo, si bien Locke defendía la tolerancia hacia distintos modos de entender la fe, consideraba que el ateísmo no podía ser tolerado por la autoridad civil. En efecto, para Locke la palabra de una persona atea no era digna de confianza: “No deben ser de ninguna forma tolerados aquellos que niegan la existencia de la divinidad. Efectivamente, ni una promesa, ni un pacto, ni un juramento, todas esas cosas que constituyen los vínculos de la sociedad, si provienen de un ateo, pueden constituir algo estable o sagrado; eliminado Dios, aunque sólo sea con el pensamiento, todas esas cosas se disuelven”. La persona atea sería incapaz de conciencia moral.
Algo de ese prejuicio persiste en la mezcla de miedo, incomprensión, cuando no espanto, con que algunas personas miran a quien se expresa como ateo. Pero no solo la creencia en Dios no es condición necesaria para actuar moralmente, sino que en más de una ocasión la religión se transforma en autocomplaciente justificación, cuando se cometen actos reprochables. “Dios me lo perdonará”. En estos casos, la creencia es solo una mampara para disfrazar malas actuaciones, y una suerte de substancia anestesiante para darse buena conciencia.
Era más inteligente y abierta la posición del filósofo Pierre Bayle, en el mismo siglo XVII: “nos encontramos frecuentemente con cristianos criminales, pero también conocemos ateos virtuosos”.
La Sala IV acogió recientemente un recurso de amparo a raíz del “perdón ante Dios y la Virgen de los Ángeles” que pidieron los representantes de los tres poderes supremos de la República en nombre de las instituciones que encabezan. La Sala IV se pronunciará sobre el problema de saber si tal acto viola la “libertad religiosa”. Hubiese sido más afortunado que se pronunciara sobre la violación a la libertad de consciencia, ya que esta incluye también la posibilidad de no creer en un Dios o de profesar una religión. Una libertad que también debería ser respetada, de acuerdo con la vocación universalista del Estado.
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