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En el mes de septiembre, vemos exacerbarse el discurso patriótico que ensalza “lo que somos”. En distintos flancos, aflora la ideología de una identidad nacional que se procura fijar y sellar. No es casual si algunos proyectos publicitarios recogen, para estas fechas, esos mismos estereotipos. “Alguien define su ser cuando redescubre… su verdadera esencia”. “Soy verde, soy felicidad, soy solidaridad, soy paz, soy talento, soy innovación, soy calidad, soy diversidad…”. Soy, soy, soy, dice la campaña gubernamental Costa Rica esencial. “Valores para siempre”, es otro proyecto de La Nación por medio del cual el cotidiano busca saber qué es lo que “nos identifica”, cuáles son los valores que los costarricenses “resguardan” (sic)…
¿Qué revela esa crispación identitaria? En la exaltación de lo que supuestamente define a un pueblo, en la afirmación de la esencia, ¿qué se busca? No será conocerse, puesto que lo que se dice es lo que ya se sabe… Para los que se complacen en el discurso de la identidad, ¿quiénes son los otros? ¿Quiénes son los demás, es decir, extranjeros y compatriotas que no se identifican con ese discurso, sino que, al contrario, lo cuestionan?
Las identidades, los valores de una sociedad o de un grupo social, no están escritos sobre mármol. Si no existe un ADN que determine lo que es un pueblo, si la identidad tampoco mana de la providencia divina (aunque más de uno así lo pensará…), se puede objetar que, mirando nuestra historia, encontraremos el acervo para definirnos. Sin embargo, la historia no se narra desde un lugar neutro y absolutamente objetivo; en cambio, se interpreta y selecciona lo que se considera digno de ser contado en función de la sensibilidad de una época.
El reciente libro del sociólogo Manuel A. Solís, Memoria descartada y sufrimiento invisibilizado. La violencia política de los años 40 vista desde el Hospital Psiquiátrico, es una rica fuente para cuestionar estereotipos nacionalistas. Por ejemplo, aquél que reza: “somos un país de paz”. Interrogándose sobre “esa erupción de animadversiones con consecuencias mortales en un país visto, a finales de los años treinta, como una democracia tropical pacífica”, Solís lanza una interesante hipótesis: ¿no existe “algún tipo de relación, oculta o no suficientemente atendida, entre el orden de la arcadia y la violencia?”. ¿No sería precisamente el cliché de la identidad pacífica “lo que legitimó el recurso a la violencia en nombre de un legado bueno”, durante los años 40?
Quizá la mejor manera de conmemorar el 15 de septiembre no esté en exaltar el modo en que nos vemos. Tal vez sea preferible prestarle atención a lo que se oculta tras la pantalla de estereotipos nacionalistas, no con ánimos de fijar lo que “somos” –pendiente resbaladiza hacia la xenofobia, el racismo y otras exclusiones—, sino para construir la convivencia.
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