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Fernando Pessoa (1888-1935) fue escritor, poeta, traductor, astrólogo, médium, y ensayista portugués. Su vasta obra poética se conoció bajo su firma o la de sus heterónimos (Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Alvaro de Campos). El presente texto pertenece al Libro del desasosiego (1984, Seix Barral, traducción de Ángel Crespo), que inició en 1913 y siguió escribiendo durante toda su vida.
Prefiero la prosa al verso, como modo de arte, por dos razones, la primera de las cuales, que es mía, es que no puedo escoger, pues soy incapaz de escribir en verso. La segunda, sin embargo, es de todos, y no es −lo creo de verdad− una sombra o disfraz de la primera. Vale, pues, la pena que la deshile, porque afecta al sentido íntimo de todo el valor del arte.
Considero al verso una cosa intermedia, un paso de la música a la prosa. Como la música, el verso es limitado por leyes rítmicas que, aunque no sean las leyes rígidas del verso regular, existen sin embargo como defensas, coacciones, dispositivos automáticos de opresión y castigo. En la prosa hablamos libres. Podemos incluir ritmos musicales y, a pesar de ello, pensar. Podemos incluir ritmos poéticos y, sin embargo, estar fuera de ellos. Un ritmo ocasional de verso no estorba a la prosa; un ritmo ocasional de prosa hace tropezar al verso.
En la prosa se engloba todo el arte, en parte porque en la palabra está contenido todo el mundo, en parte porque en la palabra libre está contenida toda la posibilidad de decirlo y pensarlo. En la prosa lo damos todo, por transposición: el color y la forma, que la pintura no puede dar sino directamente, en ellos mismos, sin dimensión íntima; el ritmo, que la música no puede dar sino directamente, en él mismo, sin cuerpo formal, ni ese segundo cuerpo que es la idea; la estructura, que el arquitecto tiene que formar con cosas duras, dadas, exteriores, y nos erguimos en ritmos, en indecisiones, en decursos y fluideces; la realidad, que el escultor tiene que dejar en el mundo, sin aura ni transubstanciación; la poesía, en fin, en la que el poeta, como el iniciado en una orden oculta, es siervo, aunque voluntario, de un grado y de un ritual.
Estoy seguro de que, en un mundo civilizado perfecto, no habría otro arte que la prosa. Dejaríamos los ponientes a los ponientes, procurando tan sólo, en arte, comprenderlos verbalmente, transmitiéndolos así en una música inteligible del corazón. No haríamos escultura de los cuerpos, que guardarían, propios, vistos y tocados, su relieve móvil y su tibieza suave. Haríamos casas sólo para vivir en ellas, que es, al fin, aquello para lo que son. La poesía quedaría para que los niños se acercasen a la prosa futura; que la poesía es, por cierto, algo infantil, mnemónico, auxiliar e inicial.
Hasta las artes menores, o aquellas a las que podemos llamar así, se reflejan, susurrantes, en la prosa. Hay prosa que danza, que canta, que se declama a sí misma. Hay ritmos verbales que son bailes en que la idea se desnuda sinuosamente, con una sensualidad translúcida y perfecta. Y hay también en la prosa sutilezas convulsas en que un gran actor, el Verbo, transmuta rítmicamente en su substancia corpórea el misterio impalpable del Universo.
Todo se penetra. La lectura de los clásicos, que no distinguen los ocasos, me ha vuelto inteligibles muchos ocasos, en todos sus colores. Hay una relación entre la competencia sintáctica, por la que se distinguen los valores de los seres, de los sonidos y de las formas, y la capacidad de comprender cuándo el azul del cielo es realmente verde, y qué parte del amarillo existe en el verde azul del cielo.
En el fondo es lo mismo: la capacidad de distinguir y de sutilizar. Sin sintaxis no hay emoción duradera. La inmortalidad es una función de los gramáticos.
Me gusta decir. Diré mejor: me gusta palabrear. Las palabras son para mí cuerpos tocables, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. Tal vez porque la sensualidad real no tiene para mí interés de ninguna especie −ni siquiera material o de ensueño−, se me ha transmutado el deseo hacia aquello que crea en mí ritmos verbales, o los escucha de otros. Me estremezco si dicen bien. Tal página de Fialho, tal página de Chateaubriand, hacen hormiguear a mi vida en mis venas, me hacen rabiar trémulamente quieto de un placer inaccesible que estoy teniendo. Tal página, incluso, de Vieira, en su fría perfección de ingeniería sintáctica, me hace temblar como una rama al viento, en un delirio pasivo de cosa movida.
Como todos los grandes enamorados, me gusta la delicia de la pérdida de mí mismo, en la que el gozo de la entrega se sufre completamente. Y, así, muchas veces, escribo sin querer pensar, en un devaneo exterior, dejando que las palabras me hagan fiestas, niño pequeño en su regazo. Son frases sin sentido, que corren mórbidas, con una fluidez de agua sentida, un olvidarse de riachuelo en el que las olas se mezclan e indefinen, volviéndose siempre otras, sucediéndose a sí mismas. Así las ideas, las imágenes, trémulas de expresión, pasan por mí en cortejos sonoros de sedas esfumadas, donde una claridad lunar de idea oscila, batida y confusa.
No lloro por nada que la vida traiga o se lleve. Hay sin embargo páginas de prosa que me han hecho llorar. Me acuerdo, como si lo estuviera viendo, de la noche en que, siendo todavía niño, leí por primera vez, en una antología, el célebre paso de Vieira sobre el Rey Salomón. «Fabricó Salomón un palacio…» Y seguí leyendo, hasta el final, trémulo, confuso; después rompí en llanto feliz, como el que ninguna felicidad real me hará llorar, como el que ninguna tristeza de la vida me hará imitar. Aquel movimiento hierático de nuestra clara lengua majestuosa, aquel expresar las ideas en las palabras inevitables, correr de agua porque hay un declive, aquel asombro vocálico en que los sonidos son colores ideales; todo esto me embriagó instintivamente como una gran emoción política. Y, lo he dicho, lloré; hoy, al acordarme, lloro. No es —no— la añoranza de la infancia, de la que no tengo añoranzas: es la añoranza de la emoción de aquel momento, la tristeza de no poder leer ya por primera vez aquella gran seguridad sinfónica.
No tengo ningún sentimiento político o social. Tengo, sin embargo, en un sentido, un alto sentimiento patriótico. Mi patria es la lengua portuguesa. No me pesaría que invadiesen o tomasen Portugal, siempre que no me molestasen personalmente. Pero odio, con odio verdadero, con el único odio que siento, no a quien escribe mal portugués, no a quien no sabe sintaxis, no a quien escribe en ortografía simplificada, sino a la página mal escrita, como a persona propia, a la sintaxis equivocada, como a gente a la que golpear, a la ortografía sin ípsilon, como al escupitajo directo que me enoja independientemente de quien lo haya escupido.
Sí, porque la ortografía también es gente. La palabra es completa vista y oída. Y la gala de la transliteración grecorromana me la viste con su verdadero manto regio, gracias al cual es reina y señora.
Tomado de El país cultural.
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