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La vanidad es mala consejera y el hígado aún peor asesor. Sobre todo cuando quien acude a semejantes recursos no se percata de su extrema zafiedad, ya sea por envilecimiento o ceguera, dos males que a fin de cuentas abrevan de la misma fuente: la estulticia.
Desde un ministro de seguridad anunciando con toda pompa que va a enviar espías a tales y tales países para registrar los movimientos del crimen organizado, declarando de paso que tales visores tendrán asiento en las embajadas como agregados y serán policías de experiencia –solo le faltó dar los números de cédula y la foto del pasaporte de los “espías” que, quede claro, operarán “encubiertos” según el ministro figurante−, hasta una presidenta de la República que con puras galimatías explica por qué su gobierno –es decir: ella− decidió archivar su viaje a Perú con su amiga, la aún ministra de comercio exterior, en un dudoso avión privado, pese al dictamen negativo de la Procuraduría de la Ética Pública. La misma mandataria que se atrevió a mentir abiertamente en cadena nacional, para apaciguar los ánimos y salvar su propia tanda, al decir que había acordado con la concesionaria de la carretera a Occidente una salida sin costo para el Estado y rescindía en consecuencia el bendito contrato que, hoy sabemos, sigue vigente, y más aún, amenazante con cargo a nuestros bolsillos.
O desde un expresidente cuya presencia, impúdicamente omnipresente, hace un mea culpa televisado por haber designado –sí, así sin más: a pura dedocracia− a su heredera, que hoy descubre (cuestión de habernos preguntado hace cuatro o cinco años a los que ya lo sabíamos), no tiene “claridad intelectual” ni la “firmeza” para seguir su “norte” y continuar repartiendo la “mesa servida”, hasta una contralora a la que le pasa “por horquetas” una refinería completa y después sale a decir que gracias a la contraloría se detuvo el negocio, operación ensayada poco antes cuando el valiente y sesudo Foro de Occidente la paró en raya, poniéndola en evidencia –que no hay otro modo al parecer, de obligarlos a controlar siquiera lo más obvio−. La misma contralora que también trató de colarse y salir diciendo que paraban todo con la concesionaria OAS, pese a que ya habían refrendado desoyendo las advertencias previas, puntuales y certeras, del Foro de Occidente.
O desde un candidato de Liberación Nacional que dice representar a ese partido-maquinaria, pero jura de pronto no tener nada que ver con este gobierno liberacionista que le ha prestado a más no poder el trampolín –¿así o más sutil?− o que pide le relacionen con lo bueno de la Municipalidad de San José, pero jamás con lo malo y pendiente, hasta una Aresep sin amarras, que a punta de incertidumbre va metiendo las patas y distorsionando mercados sin mayor cuidado ni vergüenza. Sin modelos tarifarios fijos ni metodologías trazables o constatables, mucho menos recurribles. Y lo más grave, sin un regulador con liderazgo que, ciertamente, regule.
O desde un Consejo de Transporte Público que amarró al próximo gobierno sin ninguna necesidad (curiosamente, las concesiones vencían el año entrante) para que el desastre del transporte público persista inalterado por una administración y otro tanto más, hasta un ministro de justicia que es premiado con plaza en el extranjero por no haber hecho lo suficiente en su principal tarea pendiente: el hacinamiento penitenciario, bomba de tiempo que habremos de facturar, eso sí, a tanta irresponsabilidad política que opta por la punición expansiva desde hace varios gobiernos.
Tantos antecedentes dan cuenta de que asistimos al relativismo más puro, donde ni siquiera la firmeza y la honestidad son anclajes claros, sino eslóganes moldeables que evidencian que la ley en Costa Rica es como la culebra y solo muerde el pie descalzo, quedando la ética como una pura sensiblería o necedad de académicos delirantes.
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