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Con el auge neoliberal, la supuesta libertad sexual ha adquirido un fuerte impulso. Se promueven, mediante ingeniería social, personalidades con rasgos histéricos, depresivos, que hacen en la mayoría de los casos incapaces a las personas de asumir una sexualidad pensada, no solo instintiva. Este efecto se desplaza y condensa en formas de comportamiento consumista, donde se reproduce el mismo esquema histérico, o sea, el deseo del deseo. De esta manera, se crea un vacío emocional, existencial, donde el individuo se ve presa de un hueco que lo consume, ya que cada vez que obtiene el objeto de deseo entra nuevamente en un torbellino nihilista que lo encadena a otro objeto de deseo, pero que realmente lo que tal individuo desea no es tal objeto o tal otro, sino el deseo en sí, la carencia. Es un amarrarse a la ausencia, que solo se resuelve en una conducta hedonista que, anclada en el principio de placer, se adhiere a la muerte, como estructura teleológica. Dicho más simplemente, el individuo quiere morir, debido a que el único estado donde la carencia está anulada, de alguna perversa pero natural forma, es la muerte.
Así, la sociedad consumista incita, premia la promiscuidad, con el previo ensayo de crear un ambiente donde cada niño y niña es socializado dentro de estructuras marcadas más por la prevalencia del producir-consumir, que por el del bienestar de la comunidad, entendido este como el conjunto de condiciones que permitirían un adecuado desarrollo de la autoestima en los primeros años de vida, es decir, el desarrollo de un fuerte esquema nuclear. Al contrario, esta sociedad promueve que ambos padres trabajen (para “vivir” mejor), que los niños entonces sean criados por extraños o por gente que no son sus progenitores. La carencia se inserta aquí, se les quita el afecto primario a los infantes en una etapa fundamental para el desarrollo de la autoestima.
Asimismo, cuando uno de los padres permanece en casa, la presión del ambiente por incluirse en las prácticas de producción-consumo conduce al desarrollo de disfuncionalidades sistémicas en el entorno de crianza, que igualmente terminan afectando la autoestima.
En este contexto, la promiscuidad, las relaciones sexuales vacías, se presentan como la conducta ideal para suplir las necesidades de individuos que han perdido el contacto consigo mismos (con su cuerpo), individuos sin autoestima, individuos que accederán a un contacto íntimo con cualquiera o en cualquier condición nociva, que perjudique su autoestima. Es un proceso contradictorio que evidencia una conducta que busca autoafirmación destruyendo la ya maltrecha autoestima, es el vacío generando vacío. El vacío es depresión.
Con este cuadro depresivo, dentro del esquema nuclear, el individuo (hombre o mujer) se lanza a autoflagelarse, a alejarse de su fin, o sea el cuidado de sí mismo, y en consecuencia entrega su cuerpo al mejor postor. Busca sentir un afecto que le aleje de sus síntomas depresivos, con una medicina que le sumirá en la culpa, el arrepentimiento y un nuevo desgaste de la autoestima.
De hecho, la promiscuidad tiene dos caras y esto hay que entenderlo. La primera es aquella que se manifiesta como una conducta compulsiva por tener muchas parejas sexuales. La segunda se da cuando se tiene una sola pareja, pero el vínculo es tan inexistente o patológico como en la primera cara. Es decir, en ambas caras se dan relaciones sexuales sin un vínculo positivo entre la pareja; solo se busca placer para “intentar” escapar de la depresión.
La promiscuidad no es una conducta sexual elegida o un “pecado” cometido por quien la practica, sino más bien un síntoma de un fuerte desequilibrio psíquico, de una profundísima tristeza, que arrastra al individuo. La persona promiscua no es para nada libre, mas un esclavo de su propio vacío. La promiscuidad es, por ende, un excelente mecanismo de control social de clase, útil para un capitalismo con cáncer terminal.
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