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BOCETOS RAROS Eugenia POR RAZÓN ZELAYA rías. y oro.
Los miembros del Club del Parque tenían quizá el presentimiento de que aquel había de ser el último baile anual de su asociación. En ninguno de los anteriores habían desplegado tanta pompa oriental, inusitada, ni se habían resuelto un derroche de lujo tan locamente deslumbrador en todo, en decorado, en armonías ideales, en los trajes exóticos y en opulentas pedreEl gran chalet del Club, sito en el centro de un parque inmenso de pertenencia particular, era, propiamente, un palacio árabe construído por algún arquitecto poeta.
En el piso bajo, los salones amplios de baile alternaban con la coquetería de reducidos fumoirs chinescos y con sugestivos saloncitos de conversación, entapizados unos de azul, otros de rosado, de verde claro, de blanco Todas esas piezas se comunicaban por floridas galerías, en cuya extensión las palmeras naturales formaban arcos de triunfo las elegantes parejas que circulaban envueltas en los perfumes y en el ensueño del flirt parisiense.
Después venían los lujosos comedores, que se extendían en todo el lado Oeste del chalet, y en los cuales la vajilla de plata macisa tenía como claro obscuro la nitidez de la porcelana de Sévres.
Más allá estaban las indigestas despensas. en todas partes, en cada esquina, alagaban el sentido estético grupos soberbios de bronce mármol, gloriosas desnudeces firmadas por los artistas más a la moda. El piso alto lo ocupaban en su totalidad, voluptuosos dormitorios, últimos boudoirs que han existido en París, copias maravillosas de los tem plos erigidos Amor por las grandes cortesanas de los mejores tiempos, las de Montespan, las de Pompadour, las Tallien.
El baile, como los años anteriores, era de fantasía travesti. cada una, como cada uno, ponía todo su empeño por la misma libertad de las aventuras que allí se corrían en evitar que nadie, ni aún los mismos intimos, pudieran reconocer la identidad de su persona. Para ese fin, los mismos coches de propiedad particular que generalmente llevaban el blasón correspondiente al titulo nobiliario de su dueño cambiaban de color; los caballos también, y los cocheros, enmascarados, endosaban libreas árabes, mogolas turcas. Durante toda esa noche, los fieles aurigas tenían la consigna de tornarse en estátuas: no se les oía modular una palabra, no podian toser, no estornudaban.
El alma de la fiesta, como de todas aquellas en que su persona comparecia, ara Eugenia de la mujer feliz que reunía los mejores títulos para dominar París: la belleza incomparable, la juventud, la vivacidad esprit y la riqueza.
No tuvo, por consiguiente, el menor obstáculo, después de su rico matrimonio, para tomar posesión del trono de reina en ese mundo de refinados y de aburridos que se agitan en la alta parrandı parisiense!
No sólo por su belleza le rindió homenaje la gloria. Tenía, en su carácter, tantas rarezas, que éstas solas habrían baslado para poner a sus piés de hinojos la caprichosa notoriedad.
Al revés de las medianías, que se viven temerosas de ser obscurecidas por el verdadero mérito, Eugenia se complacía en reunir su lado, en vivir 82
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