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misma Diana.
en medio de un círculo de las más lindas mujeres, Evas esculturales que parecían nacidas de la colaboración del soplo divino que nos da el alma y del mágico éincel de Praxiteles.
Bastará citar la joven condesa de Mercy Argenteau, la Bartholo ni, la Pereira, todas amigas casadas, jóvenes, ricas y maravillosamente bellas, para comprender que semejante corte no la tuvo nunca Venus, ni la así, nada de extraño que las fiestas, que los juegos, los entretenimientos acostumbrados en casa de Eugenia fueran casi únicos en la Historia Universal, apenas conocidos por los pueblos artistas de la vieja Grecia.
Había juegos de prendas que, más propiamente, eran juegos de amor. Bailes floridos que se terminaban en espléndidas apoteosis Eros.
Sobre todo, de cuando en cuando, se daban cuadros vivos, en que aquellas diosas sobrehumanas hipnotizaban a los escogidos espectadores con la inefable contemplación de sus formas heréticas fuerza de ser perfectas, criaturas hechas de luz como las auroras que alegran diariamente los mundos, cuerpos amasados con pétalos de jazmín y botones de rosa, blancos y desnudos como un lucero!
Inevitablemente, aquellas fiestas eran un emporio de adulterios de buen tono, de duelos caballerescos y misteriosos, de aventuras extraordinarias.
Una como inconciencia de ensueño poseía aquella gente sonámbula. cuando, en un baile, en un garden party corría la noticia de que algún general, miembro del Club, algún Conde francés extranjero había recibido una bala en el corazón en la cabeza en un duelo cualquiera, aiguna que otra pregunta de curiosidad se dejaba oír; bien, alguna sonrisa significativa se dibujaba, graciosa, en alguna boca rosada, y eso era todo: la fiesta seguía. Eugenia gozaba prodigiosamente como testigo en esos refinamientos sutiles de la infidelidad de sus bellas amigas, los provocaba, los paladeaba con éxtasis, tal un buen catador de vinos bebe muy poco a poco, saboreándolo, un vasito de algún precioso licor!
Decir que era simple testigo, no es por metáfora; pues esa era, precisamente, otra de sus rarezas. Verdadera responsable de la infidelidad de sus amigas, ella no mordió nunca la manzana del adulterio. Adoraba el flirt, lo manejaba como nadie en el mundo, le encantaba ver sus pies los hombres pataleando de amor. Pero cuando advertía que su galante adversario estaba ya intoxicado de una beata adoración por ella, hasta estar punto de. faltarle al respeto, lo abandonaba cruelmente, se iba a buscar otra victima, para comenzar otro idilio, que tampoco había de tener desenlace.
El alma del baile, pues, en el Club del Parque, como de todos aquellos en que su belleza se presentaba, era la bella Eugenia. Su traje era el de Cleopatra, que le sentaba muy bien, causa de la irresistible voluptuosidad que respiraba toda su persona. Tenía una máscara que reproducía las facciones de la gran amorosa, tal como las describe la leyenda. Estaba inconocible. Sinembargo, el Príncipe Fernando de que desde muchos meses antes no dormía ni comía por pensar continuamente en ella, la reconoció. dando curso la audacia que autoriza el incógnito, como la una de la mañana la sacó bailar, entró en requiebros con «su incomparable desconoci.
da, libaron algunas espumosas copas. En fin, sintiéndose con más valor, quizá estimulado por su espiritual compañera, ai pasar por delante de un grupo de mármol de Daphnis y Chloe uniendo sus labios, el Príncipe Fernando le pidió un beso.
Eugenia tuvo un ligero sobresalto, apenas percibido por su compañe.
ro. Mas de seguida, dueña de sí misma, replicole con serenidad y mostrándose dudosa de si le concedería no lo que solicitaba: 83

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