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Dos de Noviembre Muchos se extrañarán al ver que pesar del título este trabajo no tiene, como todos los que así se llaman, partes parecidas ésta: La brisa vagarosa, tremoleando en las ramas, hace que los funéreos cipreses acaricien en la tibiedad matutina las espaldas de las tumbas lujosamente vestidas con coronas consteladas de flores perfumosas que abren en ellas sus cálices dolientes como cisnes de ensueño camino para el cielo. etc.
El que no las tenga es debido a que yo no pueda sentir un poco de vena poética para escribir cosas tan bonitas y que muchos profanos se atreven Hamar fraseologias siendo, como son, el fruto de inspiraciones forzadas y ayudadas por un diccionario de la Academia.
Sucedió que un dos de Noviembre se le ocurre la señora de Abarca hacer una visita de duelo con su esposo don Felipe. Como es de saponer, fué necesario la vieja ponerse el vestido de dominguear que era oscuro; pedir prestado la vecina su pañolón negro; verse en el espejo durante media hora; pasar la mota de los polvos de arroz repetidas veces por su cara arrugada, dejar en ella un tapiz demasiado blanco que contrastaba con el moreno muy oscuro del cuello y de las orejas; apretarse el corset hasta más no poder; en resumen, imitar las señoritas coquetas porque doña Inés de Abarca era una señora que se esforzaba en ignorar su edad y en ocultar con polvos y pinturas las huellas que, en su cuerpo, habían dejado los cuarentinueve años que contaba. Por último salió la calle del brazo de don Felipe quien se había enfardado en un sobretodo, reliquia de la familia.
En la calle se fijaban en todo, en fulanita que, en una ventana, las doce del día, hablaba con menganito, su novio; en los que iban y venían y al fin, después de comerse las muchas personas que encontraron, se detuvieron en la puerta de doña Alicia, la viuda del capitán Meléndez, Llamaron, y después de un largo rato de espera, porque en Costa Rica es en donde debe uno armarse de paciencia para todo salieron a abrir dos señoritas.
Entró la anciana pareja mientras las jovencitas cerraban poco a poco la puerta para dedicar unas cuantas miradas dos papanatas que, en la esquina, sustituían al policía de orden y seguridad.
Llegó doña Inés a la presencia de la señora de la casa que lloraba la pérdida de su hijo mayor, un tipo dedicado al juego y la bebida. Ay! doña Inés! Qué fatalidad. dijo aquella imagen de la Dolorosa.
Dios lo quiso así contestó la visitante pero Fulgencio era un muchacho de gran porvenir, era inteligente, vivo. en fin, un verdadero hombre, no tenía vicios, era an buen hijo, un buen hermano, un buen. aquella cotorra iba decir «un buen esposo, cuando la detuvo un gemido enterne cedor de la pobre madre; sin embargo continuó como estudiante era el no más allá, como joven era divino y en su conversación tan corrongo.
La madre continuaba llorando en silencio mientras doña Inés añadía. Fulgencito iba a ser, con el tiempo, na gran cosa; aquella presencia, aquel garbo y aquel talento de Napolión. conste que no conocía ni el retrato de este personaje, me parece todavía verlo en sus regazos mamando, cuando usted lo besaba y lo abrazaba y él con aquella sonrisa encantadora la miraba amoroso, mandándole besos su mamita que tanto lo quería.
Aquí tocó la cuerda sensible que, al vibrar, despidió unos gemidos que degeneraron, luego en una escala cromática descendente desde el fa del flautin hasta el mi del contrabajo.
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