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levantaba no lejos de alli un castillo sombrio, vigilado por cuatro torres, terminadas en negros y agudos conos de pizarra, y rodeado de profundo foso, que franqueaba un solo y estrecho puente leva dizo. Vivíalo un señor recio y brutal, cuya única alegría era su hija, flor bellísima y esbelta, que se consumía, pálida y sin sol, entre los espesos muros del castillo. El corazón de la niña, ence rrado como ella en el centro de sus marmoreas formas, pugnaba por calor y libertad, como pugnaba su carcelera por luz y espacio.
mirando al cielo sin fin a través de los vanos de las rejas.
Un dia, debajo de la estrecha abertura, una voz varonil.
pero dulcisima, cantó endechas de amor la prisionera, y el hu milde y gallardo trovador que las cantaba, lleno primero la curio sidad, el sueño después, luego el corazón, y al fin el alma toda de la castellana. Era un humilde pescador del lago, aunque gentil y discreto, que la soño en sus delirios de joven y la descubrió, más que por la fuerza de su mirada, por los redoblados latidos de su corazón al aproximarse al pie de la ventana.
Las hadas del lago, saliendo cubiertas de gotas, nítidas com perlas, del haz de las aguas, protegieron aquellos purisimos amo res, rompiendo las dobles rejas, y al arrullo de las blandas olas, todas las noches pudieron, sentados en la orilla donde se mecia pe rezosa la barca del pescador, hacerse en dulce plática, enlazadas las manos, esos mil juramentos de fidelidad eterna que orea com)
brisa embalsamada el tibio aliento de la pasión sin mancha.
Pero una noche, noche terrible, el cielo estaba obscuro, y como si le pesaran los montones de nubes apiñadas, las dejaba caer sobre las aguas del lago, y las aguas rebeldes tanta pesadumbre, rugian sordamente y se chocaban ola contra ola, formando crestas blancas de hirviente espuma en su agitado encuentro. El viento desencadenado como clarín de guerra, aumentaba el fragor y el remolino y de cuando en cuando una linea quebrada de ángulos agudos iluminaba con luz rojiza aquel cuadro de horror, donde tocaba muerto, a modo del doblar de la campana, el seco son del trueno rodando de nube en nube.
La niña llegó al vértice de la montaña, y antes de descen der, descompuesto el semblante y la mirada ansiosa, buscó entre las olas la lancha de su amante, y la vió lo lejos, como hoja seca que arrebata el vendaval, frágil juguete de las olas, ya suspendida en lo alto, ya precipitada al fondo, sin que lograra que avanzase un paso el vigoroso empuje del remero.
Después la vió alzarse sobre la espalda de una ola gigantesca, oyó un adios de suprema agonía, y desaparecer en el abismo entre dos olas encontradas; avanzó un paso desesperada y se precipitó entre las rocas.
Allí quedó pegada desde entonces, y aquel poema de amor y desventura ha tenido su Homero en el granito. Continuard. 120