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PÁGINA Para Páginas Ilustradas Sudosos y polvorientos, agobiados por las fatigas de la penosísima y larga jornada, regresaban sus tranquilos hogares, los valientes y sencillos soldados que venían de hacer la hoja más gloriosa de nuestra historia, repeliendo con apenas igualdado heroísmo William Walker.
Cuadro de difícil pintura era aquel, en cuyo fondo se destaca ba la bandera tricolor. La alegría ilimitada de los que volvían del combate y el regocijo de sus familias, formaban inmenso contraste con la amarga tristeza de cuantos en vano esperaban el regreso de seres queridos que no volverían, y con el lúgubre, silencioso y desolador paso de la terrible epidemia del có.
jera. Todo, en el momento solemne en que la Patria entonaba el hossanna la Diosa Libertad, y ponía bajo su egida el alma de sus grandes, la de los grandes desconocidos, la de los héroes sin nombre, para quienes no guarda la historia una palabra de cariño.
Un pueblecito cercano esta capital fué testigo de una escena por demás conmovedora; quisiéramos narrarla con la misma sencillez de aquellos tiempos, de verdadero valor y patriotismo.
Era ya de tarde. Dentro de poco la noche cubriría el caserío hasta más allá del lejano horizonte, en aquella hora teñida de grana en la línea del Occidente.
Las campanas del pequeño templo repicaban; por la calle, el golpe de la campanilla anunciaba el viático; los concurrentes rezaban, y el sacerdote, puesta su mirada en la urna Eucarística, avanzaba despaciosamente, bajo el palio.
Tras el viático, un anciano al parecer y que en realidad era un hombre joven quien se tomó por un mendigo, descubierta su desgreñada cabeza, apoyado en un bordón, caminaba más despacio todavía.
El sacerdote entró una casita, un lado de la calle, y en seguida se byeron tres campanillazos. El hombre, detenido en un recodo de la vía se arrodilló y golpeándose el pecho exclamo: san to, san to, san to. Levantóse y continuó su marcha, murmurando una oración. Sus ojos, de apacibles y somnolientos, tornáronse ligeros y de mirar azorado.
Hizo un supremo esfuerzo por acelerar el paso, y extenuado por el cansancio, llegó al umbral de la puerta de la casa en donde se administraba la extrema unción una anciana ya casi moribunda; penetró en la oscura habitación, iluminada en una sola de sus esquinas por la débil y amarillenta luz de un candil; lanzó un profundo suspiro y se arrojó sobre el lecho de la enferma, Un breve momento, y como sollozos apenas perceptibles, estas únicas palabras fueron oidas: Hijo mío!
Madre de mi alma. Adiós!
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