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(Concluye)
La Donna del Lago 111 Mientras me contaban esta leyenda contemplaba yo La Dònna de Lago, y su fisonomia no me era desconocida; la había visto muchas veces antes; ahora sé que la he visto muchas veces después. Recuerdos contra la leyenda, allá van mis impresiones para investigar quién era esa figura hermosa y fría, incrustada en las peña.
Mirándola, y queriendo reconocerla, evoqué muchos recuerdos, y de todos ellos, envueltos en la niebla dei casi olvido, vinieron a mi memoria, más definidos algunos.
Era yo muy niño, apenas tendría siete años, y en una sala entrelarga y de paredes blancas, donde estaban colgados al azar un Cristo y una estampa de la Virgen de los Dolores, había una larga mesa cubierta de negro; encima un ataud descubierto; en los cuatro ángulos cuatro blandones que ardian con luz mustia y amarilla; dentro del ataud una anciana rígida y fría. Era una antigua sirvienta de mis padres; primer ejemplar de muerte que se presentó mis hojos; jamás olvidaré la curiosidad supersticiosa con que examiné aquellos ojos cerrados y hundidos en un circulo azul; aquellos labios entreabiertos, sin pliegues ni color; aquellos pómulos pajizos y salientes; aquellas manos de cera, cruzadas por fuerza, y simulando sostener un crucifijo, que se destacaban duras, sobre el negro y estirado hábito que cubría la difunta.
Aquella cara era la misma que yo contemplaba en los ángulos de las rocas.
Mas tarde, joven y pendenciero, con la vanidad del que ciñe una espada, aun mal segura en el cinto, me creía yo un Tenorio en la Corte, porque iba a cambiar una bala con otro adalid, de diez y seis años como yo, propósito de no quiero recordar que tuntería. En el camino que recorri pié, para volver, por fuerza, en coche, una pobre haraposa y seca, me pidió limosna; se la di, y se a parto colmándome de bendiciones; iba sola, muy sola, pedia para sí y no mentaba ni hijos ni familia.
Aquella pobre tenía la misma cara bella, augulosa y fría.
No sé si herida el alma, pero el cuerpo macerado y maltrecho, llegué, una vez moribundo, descansar en los benditos brazos de mi santa madre; alli hube de luchar mucho tiempo brazo partido por la vida, y fe que si vencí, ella y al calor de su amante solicitud lo debo sólo. Recuerdo que en los delirios de la pertinaz calentura siempre veía una mujer, hermosa y flaca, que con mirada de acero, sin acercarse mucho, me llamaba con la mano, y yo sentía frio y quería apartar, sin conseguirlo, mis ojos de ella.
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