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A las once dieron principio los funerales.
Oficiaron la misa se requien, los Capuchinos y entonada por los señores Cano Aguilar y señorita Zelmira Segreda, con acompañamiento del coro y de los profesores don José y don Roberto Campabadal. La iglesia estaba llena de distinguidas personalidades de San José y de toda clase social de Cartao.
Coneinidos los funerales, los nietos del difunto sacaron en hombros la caja fúnebre y la depositaron en el elegante coche tirado por cuatro caballos luctunsamente enjaczados: detrás iba otro conduciendo infinidad de coronas, que no pudieron colocarse en el primero.
Formaban el cortejo fúnebre don Franciseo Oreamuno, hijo político del difunto y varios de los nietos, que presidían el duelo, don Tobías Zúñiga, Ministro de Guerra y Hacienda, don Manuel Vicente Jiménez, Presidente de la Corte de Justicia, don Ricardo Jiménez y don Cleto González Víquez, designados la Presidencia de la República, don Manuel Aragón, Jeie de la Contabilidad Nacional, varios Diputados al Congreso, el señor Ministro de Panamá, los Encargados de Negocios de Francia y Colombia, los Cónsules de Estados Unidos, Austria, Ingria y Belgica, los Gobernadores, de San José, Limón y Carta. los ex Ministros don Manuel de Jesús Jiménez y don Andrés Venegas, el Profesorado del Liceo de Costa Rica, Profesorado del Colegio de Cartago, el inspector y Maestros de esta ciudad, los alumnos de las escuelas públicas, varias personas importantes de San José que no recordamos, y casi toda la población de Cartayo, sin distinción de categorías.
Con lento paso y religioso silencio, llegó la comitiva la esquina Este del panteón donde se detuvo, y bajo el secular árbol, el profesor de Castellano del Instituto de San Luis Gonzaga, don Félix Mata Valle, pronunció con elegante frase y verdalero sentimiento la apología del que fué don Jesús Pacheco, presentándole como gran luchador por la vida, excelente padre y modelo de ciudadanos.
Después de clar cristiana sepultura al cadáver, la inmensa concurrencia se volvió a la ciudad, yendo las comisiones de fuera y particulares manifestar su condolencia a la afligida familia.
Ayer estaban expuestas en la Iglesia de San Francisco, donde se celebran los rezos del norenarie, el sinnúmero de coronas enviadas la familia, como fiel testimonio ciel respeto y veneración tributados al noble anciano por sus conciudadanos y amigos, signos reveladores de una vida de consagración y trabajo. En cada una de ellas se adivina una leyenda y esta sublime enseñanza: filijos, amad vuestros padres. Padres educad vuestros hijos!
Dáximas benditas, que en todos los tiempos han contribuido a la moralidad, al orden y al progreso de los pueblos, con fuerza más irresistible que todos los Códigos de las sabias Asambleas.
La sociedad empieza en la familia. Querer regular una máquina, pretender que marche uniforme porque eada pieza está en su lugar, sin fijarse en la herrumbre que la cubre, seria una torpeza incalificable en el mecánico que tal pretendiera. Límpiense las piezas, quítense las asperezas que las afean, y colocadas en su lugar, el conjunto marchará sin dificultad y será útil.
No de otro modo funciona la sociedad. Declamar contra los vicios, pintar con negros colores el estado de los pueblos, es perder el tiempo lastimosamente. La sociedad tendrá condiciones de orden, de trabajo y de respeto, cuando todas sus piezas, sus miembros, particularmente, reupan estas circunstancias, y de la suma de virtudes individuales resulte la moralidad social.
El primer factor es la familia: ella es quien con esmero debe inculear el principio del respeto en los hijos, desde la más tierna edad, sin ninguna tolerancia, para que el niño, primero por hábito y después por convicción, cumpla el deber de buen hijo y buen ciudadano.
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