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te pesetas. te acuerdas, mamá, tiene zapatitos con hebillas de plata niquelada. Podrá mademoiselle, que hace tan bien toda clase de punto de media, hacerle unos calcetines calados. Qué bien le irían sobre sus piernecitas de color de rosa tan regordetas como las del verdadero bebé de tu Anita. Margarita. por Dios. no hables tánto! estás sofocada y te pones ronca.
Margarita se callaba, pero Dios sabe los discursos que por lo bajo iba pronunciando para convencerse de que no habrían vendido la muñeca.
Al llegar al escaparate no pudo contener una exclamación de alegría.
Allí estaba el bebé con su pelo rubio y rizoso como el de un querubín, metido en una elegante caja. Sus brazos abiertos, sus manitas alargadas parecían llamar Margarita y celebrar su venida.
Sintió como un desvanecimiento: Entremos pronto, mamá. quieres?
Pero de repente se detuvo. y su manita nerviosa apretó la de su madre.
Sobre el asfalto duro y frío que nelaba sus piecesitos, a pesar de las botas forradas y de las polainas de lana que llevaba, había visto sentada mejor dicho acurrucada una mujer pálida y delgada apretando en sus brazos un niño tiritando.
El pobre no tenía botitas forradas; unas medias agujereadas. medias de algodón que sin duda había desechado en fin de verano un niño rico dejaban al descubierto sus carnes amoratadas por el frío.
Tánto había llorado de hambre que sollozando aún se quedaba dormido, y la madre abrigaba como mejor podía en los pliegues de un mantón desteñido y deshilado su cabeza pálida y su débil pecto del que se escapaban entrecortados suspiros. Más aun que el niño quizás, movía compasión la madre. Adivinábase en su rostro escuálido que del poco alimento que la ca.
ridad le proporcionaba la mayor parte era para su hijo: en sus ojos húmedos, cuyo brillo revelaba una calentura lenta que devoraba la pobre madre, se habían agotado las lágrimas y se retrataba la más cruel desesperación. Por Dios, mama!
Margarita no supo, no pudo decir más: sentía la garganta apretada por la emoción.
Su madre conmovida también ante tanta miseria interrogó con carino la pobre mujer.
Su relato no pudo ser más triste ni la causa de su situación más sencilla.
Un año hacía que se había quedado viuda. La enfermedad de su marido, que fue un buen obrero, había consumido todos sus ahorros, y al tener que criar a su hijo le era dificil encontrar trabajo bastante seguido para subvenir las diarias necesidades. No sabía pedir limosma, y mucho menos mandar su hijo que alargara la mano para pedirla.
Llevaban dus días sin pan, y aquella noche la pasarían la intemperie, pues el casero los había echado a la calle. jie debían tánto dinero. Cuánto. preguntó con pavor Margarita, cuya mano apretaba la seda azul de su bolsillo. Ay! señorita, una cantidad enorme para mí que ya ni tengo fuerzas para trabajar. veinte pesetas. La niña no pudo articular una sola palabra; miró la pobre mujer y su niño cubiertos de andrajos, miró el magnífico bebé metido en su caja forrada de sedas y encajes; luego se acercó a su madre que tampoco decía nada, pero cuyo corazón latía con violencia. El niño se había despertado: también tenía cabellos rubios que caían en ondas sobre sus espalditas, pero iqué tristes sus ojos, qué pálidos sus labios, qué escuá286
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