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LIBERTAD. Desprendiéndose con pereza del macizo ceñidor de sus cadenas y gruſendo con la voz easeajosa de sus goznes mohosos, el portón de la entrada, parecía dilatar lo más posible el deseado momento de la libertad! No contento con aprisionarle durante el largo espacio de la condena, complacíase en hacerle sufrir hasta el último instante, abriendo apenas sus fauces de hierro cual si quisiera cogerlo de nuevo, apretarle con fuerza, clavarle entre sus barrotes!
La reja maldita. cuánto la aborrecía el ex presidiario.
Pero, en fin, ya estaba libre. con los cabellos despeinados por una mano calenturienta y la boca entreabierta para aspirar el gran aire, sin vacilaciones de ninguna especie, alta la cabeza y firme la mirada, se alejaba presuroso del fatídico edificio, Atrás quedaba el caserón rojo, quizás teñido con la sangre impalpable de tanto crimen, que ahora le veía alejarse en libertad, mirándole con los ojos cavernosos de sus pequeñas troneras. Allí había pasado veinte años de su vida, toda su inútil juventud, euya pérdida ereía castigar con esa última mirada de desprecio y también con esa última maldición!
Ebrio de libertad, sólo acertaba huir lo más lejos posible de aquellos lugares excecrados, interponer un abismo de distancia entre ellos y él.
Marehaba apresuradamente a lo largo de aquella calle recta, que terminaba sobre la raya verde de una espaciosa avenida transversal, hacia la parte sur. allá abajo!
La sorpresa y curiosidad de los transeuntes, al cruzar por su camino, ni siquiera le llamaban la atención.
Ante ei himno de libertad que todo aquello parecía cantar en su ho.
nor, tampoco había tiempo de fijarse en pequeñeces. Primero el viento, una fuerte brisa de otoño ocupada en arremolinar hojas secas; y luego las chimeneas tiznando el azul del cielo con sus nubes de humo, las máquinas en su chillona grita contra la madera y el hierro, la trepidación de los carruajes, la bulla de los conventillos, el murmullo del telégrafo, y por último, entre el sol, el aire, las aves y los árboles, todo un inmenso concierto. El presidio habíale hecho olvidar la voz de la ciudad. Ahora creía estar oyéndola por primera vez, y, aguzados extraordinariamente sus tímpanos, no perdían una sola nota, por muy baja que ella fuera.
Loco de alegría ante aquel himno traducido para él en toda su grandiosa magnificencia, caminaba irsensible a cualquiera otra manifestación de vida; y más de un palo largado sobre sus espaldas por algún transeunte atropellado, apenas si le hacía exclamar, dudoso todavía de si no era un golpe de batuta dado por el maestro director de aquel concierto: Costumbres de hombres libres, tal vez!
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