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Por fin llegó a la mancha verde que tapaba la calle, digno telón de boca de aqnel anfiteatro de tantas cnadras. Una avenida pletórica de palacios, jardines y juegos de aguas extendíase de oriente poniente hasta perderse de vista. Vehículos de toda clase se deslizaban rápidos bajo los túneles formarios por las enpas de los árboles, bordeando las acequias hechas tajo abierto. La gente paseaba bajo la espesa umbría, entretenidlísima en resquebrajar las hojas secas tiradas su paso. Una hermosísima acuarela llena de luz y movimiento.
Acuarela que nuestro hombre se puso contemplar maravillado.
Los rieles de la línea férrea, cuidadosamente bruñidos por el roce de las ruedas, semejaban regneros de plata fundida bajo los rayos pálidos de aquel sol de otoño; los tranvías, monstruos fugaces, cuando no carretas lentísimas, tan fugaces que uno de ellos cayó sobre él como una tromba sacándole de sus mudas contemplaciones para arrojarle de un solo golpe en la acequia del lado. El dolor y la ira ofuscáronle por un momento, pero hubo de serenarse al no encontrar quien culpar. La vista de varias otras víctimas del mismo golpe, ocupadas en secarse el agua del ehapusón, le devolvió el buen humor.
Costumbres de hombres libres. volvió decir, y siguió nuevamente su camino.
Mas, ya no la ventura, sino recto a la plaza, una gran plaza que allí cerca convidaba beber el agua cristalina de sus fuentes de mármol y tenderse sobre el tapiz adamascado de sus prados de trébol. Un sol cadavérico lanzaba sobre ella sus postreros alientos de luz, semi ahogados entre las sombras gigantescas de las torres y palacios, rayos moribundos que ascendían paulatinamente hasta reflejar un supremo beso de despedida en las doradas aristas de las cúpulas. su vez el gas encendía sus luces en los brazos abiertos de los faroles públicos.
Nuestro hombre tomó asiento. Quería serenarse y descansar. Sentía calor y en la cabeza un volcán.
Hora tras hora, la aguja del reloj fué siguiendo su camino al rededor de la esfera, sin que sus campanadas isőcronas sacaran a nuestro hombre del sueño profundo en que yaeía despierto. Una mano vino entonces ponerse sobre su hombro, la muy grosera de la policía de seguridad. Eh! paisano, gritó el agente con una voz imperiosa hasta la insolencia, la casa a la cárcel. ninguna parte. Soy libre, y este es un lugar público. Lo veremos, le replicó el agente, y abocándose un pito comenzó silbar desesperadamente, en notas agudísimas, contestadas al momento por otras, salidas de cada ángulo de la plaza.
Cuatro hombres se presentaron ante el agente, quien, señalando al libre, les dijo en tono de mando. la cárcel, por sospechoso.
Cuando la mañana siguiente le abrieron la puerta de la prisión, aun no se convencía de que ésta fuese injusta y de que una libertad así 316

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