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EL SACADOR DE CALLOS (CUENTO VERÍDICU)
Fué en el año de 1889.
Había llegado a esta capital uno de esos médicos de ocasión que recorren ciudades y pueblos anunciando maravillosas aguas y pomadas para destruir dolores de muelas, mal de ojos, callos, juanetes, etc. etc.
Nuestro médico era de origen americano, mezcla de éste con mulato, alto, moreno, de pelo ensortijado y su lenguaje «iejaba mucho que desear para que fuera un buen español. Se hacía anunciar como un espléndido eurador de callos, los cuales, decía, extraía sin ningún dolor. Todas las noches, eso de las siete, se hacía conducir en un coche. todo adornado de banderas y alumbrado por cuatro hachones que sostenían unos granujas, la esquina de la Merced, frente al Banco de Costa Rica, en donde, desde el vehículo sostenía larga plática con una multitud abigarrada de curiosos que oían con gran atención las historias mil que contaba de las Imiravillosas curaciones que había efectuado con sus aguas y pomadas, las cuales, según su dicho, tenían otras muchas propiedades curativas.
Para infundir mayor confianza en sus oyentes, ostentaba en la solapa de su frac, una media docena de cintajos pendiendo de ellos varias doradas medallas a las que siempre hacía alusión, diciendo de silas que eran la justa recompensa de varias facultades médicas de Europa y América por sus notables inventos. mayor abundamiento, ofrecía y aún depositaba en cada paciente la suma de quinientos pesos, con la expresa condición de que podía quedarse con ellos si sufriría el menor dolor al hacerle la extracción de algún callo dureza de los pies.
Con tales pruebas y ofrecimientos, eran muchas las personas que subían al coche, invitación del médico, para dejarse operar, lo que hacía gratis fin de que el páblico le comprara los pomos de que se valía para hacer las extracciones sin dolor. La operación era muy sencilla: descaizaba al paciente, depositaba en él los quinientos pesos, aplicábale en las durezas callosas de los dedos la pomada, y mientras ésta hacía su efecto anestésico, él continuaba en su charla con el populacho, dándole mil y tantas explieaciones de sus productos. Al cabo de un rato, y valiéndose de uma lanceta hacía saltar los enllos sin que, en verdad, el operado sintiese dolor alguno.
Concluída la operación en una persona, ponía de seguida en venta su reme.
dio el cual realizaba con inucitada premura.
Una de tantas noches y cuando la concurrencia era mayor y mayor el número de individuos que se dejaban operar, subió al coche un muchacho de regular estatura, de rostro vivo y malicioso, que al ser reconocido por la concurrencia, prorrumpió ésta en gritos y rechiflas. Eh! Chompipe! Bra.
yo! No seas tonto, Chompipe, no te dejes. Cuidado, macho, con ése, que tiene fiesta en los pies. Eh! eh! eh!
Chompipe, que aún vive, era, por aquel entonces el muchacho más fogoso de esta capital. Conocidio más que la ruda, todos sabían que al subir al coche algo malo preparaba al médico callicida. En ese tiempo era 349

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