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PERLINA fijó en la Para Páginas Ilustradas ojos. La de ser Antonio lo decía de buena fe. Ya lo veía, ya, que su hijo estaba muy son en malo y que su mujer extenuada por la pérdida de noches y la escasa alimenque el a tación apenas podía sostenerse. Los recursos, bien reducidos normalmente, desasosi tocaban a su agotamiento y no abundaban las relaciones que podían pro inconscie porcionar auxilios. El jornal, único haber en el presupuesto de ingresos, bien administrado y bien distribuido por Rosa, si meses antes bastaba para la modesta existencia, ahora con la larga enfermedad del niño, no dejaba remanente con que atender otras obligaciones que las más precisas y perentorias. Pero él no podía dejar de pagar la cuota de la Sociedad, ni podía tampoco faltar las reuniones que para el mejoramiento y emancipación de la clase, celebraban los asociados con sobrada frecuencia. Además, tampoco era prudente arrostrar el ridículo de no comparecer los domingos y otros días festivos al club y entre carteo y carteo de naipes barajeo de fichas, echar una parrafada comentando los hechos políticos el movimiento societario. Esto instruía. Precisamente al club iba Baldomero, sí, Baldomero, el que presidía la Sociedad y los mitins; hombre listo inteligente, muy amante de los derechos del proletariado; que conocía muy fondo las graves cuestiones sociales y con quien tenían que entenderse muchas veces los amos y hasta las autoridades para el arreglo de las diferencias entre el capital y el trabajo. Baldomero se sacrificaba por los trabajadores hasta el punto de no poder trabajar él en ningún taller: no tenía tiempo. Vivía de las cuotas que aprontaban los compañeros para que los defendiese, y si vivía con cierta abundancia, era por que, como tenía que alternar con ciertas personas.
es claro.
En fin, que por todas estas y otras muchas razones, Antonio no podía perder noches, ni atender a su hijo para que Rosa descansase.
Rosa veía que Antonio tenía razón y sobreponiéndose su estado físico, gastaba todo su ser moral, que afortunadamente no era raquítico. La que no parecía enteramente convencida de las razones de su amo, demostrándolo sus derechas orejas y sus abiertos ojos que no se separaban de Antonio mientras éste hablaba, era la perrilla Perlina que, acostumbrada las caricias de los padres y del niño, y las, para ella suficientes, sobras de la cotidiana comida, había visto desaparecer del todo las primeras y poco, muy poco menos que del todo las segundas. El animalejo ya hacía lo posible para Ilamar la atención de sus dueños y en cuanto salía Antonio se acercaba Rosa meneando el rabillo: pero Rosa le decía «anda, déjame y la perrita la dejaba yendo a echarse en la esterilla que al lado de la cama del enfermo estaba, no sin antes haber puesto sus patas en el borde de ésta y alargado su hocico con visible venteo de sus naricillas.
De tanto en tanto, allá en su perruna memoria debía representarse el plato de los huesos y desperdicios y el animalillo íbase la cocina cuyos ya otras no rincones escudriñaba y hociqueaba, sin éxito. Pobrecita! Dejábala parada mismo has la infructuosa requisa, y tras unos instantes de inmobilidad, volvíase la siendo al o esterilla no sin levantar la cabezuela hacia su ama que, sentada en una silleta, le importal cuidaba a su hijo y remendaba unos trapejos entre cabezada y cabezada.
Rosa El médico que, como joven, era aún bonachón y compasivo, iba dos ra el médic veces al día, procurando luchar lo más económicamente posible con la en mano por fermedad y también contra la pobreza de los visitados que algunas veces vieron, opi hallaban previamente satisfecho el importe de las recetas. Pero el médico, cualquier aunque altruista, era inteligente y escasas ningunas esperanzas tenía de salvar al enfermito, no dejando de ver tampoco el marcado aniquilamiento apoyó las de la madre la que, naturalmente, aconsejaba que se cuidase y alimentase. o gruñido, Algo había que decirle.
cia, temor Una noche al volver Antonio de su taller, sabe Dios cómo fué, que se mente por 882 La pe

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