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a baronesa de illo y un par migos, con la tanto comían, itas se retirai amarilla de la baronesita a partida, no ejaba las grasu vestido de tro, en barruencianos y de ruido suave.
gar la lámpara, para no ser vista, alzó las persianas y se asomó la ventana.
El parque se extendía ante ella. La noche era deliciosa, llena de espesas sombras, pues la luna no había salido. Era una de esas noches perfumadas, que vierten en los corazones y en los cuerpos de los hombres, inexplicables deseos de ternura y de amor. La madreselva que subía los muros del castillo, desprendía un perfune penetrante. El aire tenía mumurios, caricias y cosquilleos. Entre los mármoles. náyades desnudas bacantes enlazadas, cuyas blancuras se destacaban sobre los pedestales oscuros, había una atmósfera de ternura. De vez en cuando el viento agitaba las ramas altas. De repente, en el fondo de una avenida, se oyó un gemido vago, como si en la sombra, un árbol se hubiera extremecido de deseos. Después, durante un momento, un ruiseñor lleno de pasión, vertía toda su alma en un largo canto melodioso.
Envuelta en perfumes, atenta al menor ruido, con el deseo en aquellos momentos de llorar, Mme, de la Coste contemplaba el parque.
La avenida principal salía del castillo, atravesaba una plata banda cespeada, después se divisa ban pequeños senderos azules, que desaparecían en medio de los tilos. Se adivinaban, en el fondo del parque, retiros floridos de impenetrables profundidades.
La baronesita respira ba con delicia los tibios valios que llegaban de los pinos. Una voluptuosidad melancólica la embriagaba. Poco a poco un deseo extraño, inexplicable, se apoderaba de ella. Era una necesidad de huir en la noche, de perderse en el bosque, de confundirse con la vida instintiva de los insectos y de las plantas. Toda la seducción del misterio, toda la encantadora seducción del miedo la turbaba.
Por fin, la tentación era ya tan fuerte, que no la pudo resistir. Estando ya decidida, vió que todas las ventanas estaban sin luz. Entreabrió la puerta, toda la casa dormía. Pero al atravesar la alcoba, vió su imagen en el veneciano y se apercibió por el espejo que estaba casi desnuda. Qué importa, después de todo. penso. Ninguna persona me verá. se decidió. tientas, como un ladrón, bajó la escalera y empujó la pesada puerta del castillo. Un instante después, se encontraba afuera, en plena noche.
Entonces fué cuando sintió una especie de embriaguez. Corrió sobre el césped, y las pantuflas que la incomoda ban, cayeron al instante. Ella las abandonó. La impresión de la hierba en sus pies desnudos, le agradaba. Más lejos atravesó un arroyo, un poco recogida, pues el agua le pasaba los tobillos. Se internó entre los olmos y los tilos. Allí la hierba, más alta, acariciaba sus piernas al pasar. Iba siempre buscando los senderos más oscuros, bajo los árboles más espesos. Toda el alma primitiva de un fauno vibraba en ella. veces se detenía, anhelante, en los bosquecillos misteriosos que la seducían. Pero tan pronto como llegó, le parecía que el paraje se aclaraba. Ya no encontró el misterio que buscaba y renunció descubrir ese sitio impenetrable y divino, que constituía el corazón mismo del parque.
De repente, la baronesita tembló. Acaba ba de oir un ruido de pasos, en el callejón. Dos sombras negras se aproximaban lentamente, on unas pana ovela la que ante pensati se sintió to radables y en idea de apa1039

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