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Et Talismán De Jaques Morian, traducido para Páginas liustradas por Noriega Hilda oyó con muestras de impaciencia en aquella mañana las últimas notas de la canción que el Jefe de los Guerreros Blancos entonaba a sus plantas. Con supremo desdén, y sin fijar sus ojos en el galante y hermoso trovador que la contemplaba extasiado, se levantó magestuosa, y rozando apenas con sus leves y diminutos piés las baldosas de nácar, fué reclinarse en la balaustrada de la terraza para contemplar la llanura esmaltada de gladiolos rojos que se extendía delante del palacio. Sus labios, rivales de las fiores que contemplaba, parecían cansados de reír, y sus cejas finas y arqueadas se contraían sobre los rasgados ojos claros que miraban con tediosa vaguedad las azuladas lejanías. Luego se dirigió al otro extremo de la terraza contemplar el mar azul, cuyas olas transparentes venían morir con tenues rumores en los muros del palacio. Qué fastidio! exclamó, y un hondo suspiro levantó el peto del corpiño esmaltado de piedras preciosas entre las cuales brilla ba una con reflejos glaucos, el talismán que misteriosamente oficiaba todos sus caprichos, y al que debía también su incomparable belleza, Hilda, la Reina de las flores.
Desde que ella llevaba sobre su pecho la encantada esmeralda, ningún mortal que contemplara la peregrina liermosura de la dichosa Hilda. escapa ba a la traidora fiebre del amor, y toda mujer que fijaba la vista en sus vestidos hechos como de tenue neblina, irisados con rayos de aurora palidecía de envidia.
Todos sus deseos se cumplían al conjuro del precioso talismán; la inmensa llanura, antes campo infecundo y desierto de esta suerte habíase convertido en risueño y esplendente prado matizado de rojos gladiolos que perfumaban el ambiente. Pero Hilda estaba ya hastiada de dicha y buscaba sin encontrarlos, nuevos deseos, impresiones no sentidas aún, y exclamó, dirigiéndose a su corte. Quiero andar sola con mis perros todo el día. Que nadie me siga.
El Jefe de los Guerreros Blancos, el gallardo y enamorado príncipe suspiró; la dueña se cruzó de brazos y nadie se atrevió a replicar. La Princesa, escoltada por sus perros de hirsuto y enmarañado pela je bajo el cual reverberaban unos ojos cuasi humanos, descendió por la deslum.
brante escala de mármoles y nacar de la terraza.
Andaba lentamente porque sus diminutos piés calzados con altos borceguíes apenas soportaban su cuerpo ligero y esbelto como palmera; pero suspiraba sustraída la cáfila de mercenarios y serviles aduladores, triscando con sus perros al compás de las canciones con que la mecieron en la cuna.
Ya en los límites de la florida llanura que domina Hildápolis, curas cúpulas blancas sobresalían airosas bañadas por el sol de la mañana, quiso descansar; pero se sorprendió al ver sentado en el estrado real sólo para ella levantado allí, y escribiendo, un extraño personaje envuelto en un manto oscuro y circundado de una aureola de misterio.
Su semblante adusto se levantaba intervalos como para leer en el espacio azul, sin bajar sus ojos hacia la ciudad que tenía sus pies ni para fijarlos en Hilda que lo contemplaba con temeroso interés.
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