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Su alma tan sencilla como pura era un tesoro escondido, y su corazón, velado aún, esperaba, cual la flor, la blanca mariposa que vinie.
ra posarse sobre su corola azul y la despertara al amor.
De sentimientos elevados, miraba el amor como un imposible y, a pesar de sus quince primaveras, no había amado ningún hombre.
Su alma era un santuario que se abriría tan sólo para quien, con sentimientos tan exquisitos como los de ella, lograse despertarla del ensueño en que vivía. quien amaba mucho era su madre, y la pasión más.
grande que tenia era por la música y las flores. 5 נו TD Qué bella es Venecia. sobre todo, si se visita en un mardi gras y se encuentra uno allí con compatriotas y muchachos alegres.
En la tarde de ese día, el canal de la Giudecca no podía casi contener el sin número de góndolas y barcarolas que, cubiertas de cintas, flores y gallardetes de los más vivos colores, se chocaban y empujaban entre sí. La música llenaba el aire con infinidad de melodías, y las orquestas de húngaros y gitanos dejaban oir sus más apasionadas notas, mientras que por ramblas y puentes pululaba una multitud inmensa.
Por todas partes se veían máscaras, vestidos de seda y mujeres lindisimas.
En medio de aquella gente y en una góndola adornada con rosas blancas, la vi por segunda vez.
Qué pálida y qué triste estaba! Parecía una nota discordante en medio de aquella alegría arrebatadora que hacía olvidarlo todo, menos el amor. De sus pupilas negras y lucientes en otro tiempo no quedaban más que unos ojos apagados y sin brillo. Todo su sér era tan delicado y débil que mostraba al más inexperto que una pena intima minaba su espíritu, una enfermedad incurable se había apoderado de su cuerpo.
Después de vagar por algún tiempo en la Giudecca y habiéndose levantado en el canal una niebla húmeda y fría que la hizo toser mucho, rolvimos al hotel en compañía de su familia.
Por la noche, unos jóvenes venecianos tocaban guitarras y bandurrias frente a su ventana, y cada vez que una canción triste hería su oído, rodaba por sus mejillas una lágrima, mientras que su cabeza pensativa se perdía mirando allá arriba, en las gasas tenues del cielo, en el azul. El aire húmedo de Venecia me hace mal, me dijo, cuando le pregunté la causa de sus pesares. Después, como quien está soñando, continuó con su voz apagada por la enfermedad: Quisiera volverme a mi París para respirar las brisas perfumadas del bosque y pasearme por entre el bullicio de sus bulevares. II I!
Un año más tarde, visitaba en compañía de mi amigo Eduardo el Pére Lachaise, cuando en un rincón oculto de los muchos que forman sus callecitas estrechas y sombrías, vi una tumba cubierta de rosas blancas, frescas aún, en tanto que un amorcillo escribía sobre una lápida de mármol el poético nombre de Mignon, mientras que allí, dentro de aquel ataud blanco, la podredumbre invadía poco a poco su cuerpo delicado.
FRANCISCO FONSECA 1203
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