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Poderosa, ardiente y tenaz es en el hombre la sed de oro, pero con el oro se apaga. Formidable irresistible es la sed de amor, pero el beso la extingue. Pide la gloria sacrificios y víctimas, pero el laurel los corona: pero el misterio de lo azul, palpable en el mar, impalpable en el cielo, no se calma, no calla, y cuanto más alto vuela el pensamiento y cuanto más poderosas son las alas del genio, más innumerables y potentes son los deseos que despierta el azul y con mayor fuerza martillean el cerebro el Cómo, el Cuándo y el Por qué.
El hombre antiguo temía el azul del mar. Lo admiraba, pero le producía terror, y fueron menester siglos y siglos antes que se atreviese afrontarlo, primero sobre tablas informes, después dentro de troncos ahuecados por la acción del fuego, y pasase de isla isla y luego de continente continente.
Hoy el mar es nuestro por completo y lo abrazamos por entero con nuestros vapores, con nuestros cables submarinos, con los rayos alados de Marconi. Su azul es siempre infinito para nuestra mirada; pero es un infinito palpable, conocido, que no nos asusta, porque ya no tiene misterios para nosotros.
No ocurre lo propio con el azul del cielo. En vano desde las cimas se dirigen sus espacios los telescopios; en vano los hornos de vidrio arderán para hacer lentes más gruesas y se cansarán los cerebros de los matemáticos para adivinar con cálculos sublimes lo invisible y lo impalpable. El azul permanece siempre allí, inmóvil y mudo como la esfinge egipcia, en el desierto de nuestra ignorancia, del ansia no saciada de nuestros deseos. Las lentes aunentan sus diámetros y su espesor, los cálculos se afinan, las cifras se arremolinan produciendo el vértigo de los números inconcebibles los profanos; pero el azul calla y nos contempla, sereno, quizás admirado de nuestra sed de atravesarlo y conocerlo.
También el cielo, como el mar, tiene sus horas de mal humor y esconde su azul quizá para descansar los ojos de los hombres, cansados de su eterna, infinita belleza; pero con él se entristecen el mar y los hombres. Callan los cantos, se extinguen los himnos de los seres felices, palidecen las hojas, esperando todos con inefable anhelo la vuelta de la alegría azul.
El azul del cielo no solamente brilla en la mente del poeta, sino que se fija a menudo en el iris de las mujeres, dejando en sus ojos una sonrisa de cielo, que no se borra ni aun de noche, que no se obscurece al paso de las nubes, que dura lo que la existencia. Sólo es capaz de borrarla el dolor, cuando se resuelve en lágrimas, amargas como el agua del mar, pero incoloras.
La naturaleza. quizá en compensación de tanto azul negado al cielo de la Escandinavia, ha querido dar sus mujeres un pedazo de cielo sus ojos; y mientras las meridionales esconden en las negruras de sus pupilas los sombríos ardores y las tinieblas de la noche, las del Norte de Europa encierran el color del cielo para compensar los hombres de los largos meses sin azul.
Admirable donde quiera que luzca, imponente en el mar cuando el sol lo ilumina y cuando la luna le da tonos más suaves, no hay quien no lo admire en la desmedida bóveda cuando fulgura sereno, eterno como los mundos, más alto, infinito. ante su hermosa grandeza, hay que repetir las palabras del Evangelista: Yo soy la luz del mundo: quien me siga no caminará entre tinieblas, sino que poseerá la luz de la vida.
PABLO MANTEGAZZA 1220
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