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un viaje de exploración sideral, como los poetas, ha descubierto que la felicidad existe realm nte, pero sólo bajo la techumbre de un palacio escondido que se llama hogar y que abre únicamente con una llave de oro: el amor. Esa llave misteriosa sólo se encuentra en manos de la mujer.
Para que el héroe de nuestra historia llegara ser feliz era, pues, indispensable que una mujer buena y generosa le abriese las puertas del palacio encantado: esa mujer existía: se llama Luisa Montealegre. Por una concesión especial del cielo, que, cuando le viene en antojo, suele llevar su esplendidez hasta el derroche, la señorita Montealegre reúne en una sola copia todos los encantos del cuerpo y todas las gracias del espíritu, como si las hadas de un cuento oriental, al desfilar sobre su cuna, hubiesen dejado su canastilla repleta de dones magníficos. Su cuerpo tiene la esbeltez airosa que el arte reconoce en las griegas de la antigüedad clásica; sus ojos hacen el efecto de una aurora que se esconde con coquetería medias; sus cabellos brillan como los rayos del Sol en un claroscuro; sus labios tienen el tinte y la frescura de la granada.
Pues bien, la bondad y la virtud forman el marco divino, obra de los ángeles, en que se destaca y brilla esa hermosura terrestre.
Hombre de méritos raros debía ser el mortal que, con esperanza de triunfo, pusiese los ojos en esa criatura donosa: ese hombre existía: se llama Luis Anderson. Con inteligencia perspicua para las concepciones altas; con audacia y con brío para acometer nobles empresas; sin miedo para luchar por sus ideales de joven y de Licenciado don Luis Anderson patriota; sereno y activo para Fot. Paynter Bros.
el trabajo, firme para la amistad, Luis Anderson realiza el tipo del hombre que es la vez un caballero y un paladin.
Luisa Montealegre, esa criatura hermosa, dulce y buena, abre hoy para Luis Anderson las puertas del palacio escondido y risueño en que, como una mimosa, se oculta la felicidad, desconocida para los filósofos y para los poetas. Juntos, de la mano, muy cerca el uno del otro, con aire que denota triunfo, con semblante en que florecen, como un rosicler animado, las rosas de la alegría, los dos esposos atraviesan ahora por entre la muchedumbre galante que los aclama y se dirigen tranquilamente al palacio encantado: está abierto; entran. Una brisa misteriosa, que viene de ignoto jardín, perfuma constantemente los sentidos y 1243
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