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Germán había tenido la suerte de no caer nunca en poder del enemigo y, aunque de ello no hacia jactancia, le daba eso cierta consideración entre todos nosotros; consideración que quedaba dentro de la clase, pues fuera de ella no le libraba de bromas y cuchufletas.
Un día el profesor estaba de humor y empezó con una serie de preguntas que dieron lugar formidables batallas y un continuo trasiego de prisioneros. No recuerdo ahora cuál fue de aquéllas la que se le atragantó un romano, y llamado un cartaginés, tampoco supo contestarla. Alternativamente fueron saliendo de uno y otro bando y ya más de media clase hallábase en dos filas en el centro del aula.
Miguel el rico hacía ya rato que estaba poniéndose en evidencia para que le llamara el profesor; hízolo éste así por fin y, lleno de enfático entusiasmo, soltó el muchacho la contestación, equivocada. Frío y confuso quedó cuando dijo el maestro. No es eso; usted, Germán.
El Piernas descendió de su banco y sin alarde alguno contesto satisfactoriamente.
Todo un ejército de prisioneros cartagineses pasó poder de los romanos, ocupando el banco vacio en el mismo orden en que habían sido llamados y quedando, por lo tanto, Miguel el último, lo que significaba más tardía redención.
Terminó la clase y cuando llegó la hora del recreo Miguel acentuó sus burlas para. con Germán, que como siempre las aguanto mansamente. Pero aquel día, excitado sin duda por la derrota, llevó la cosa demasiado lejos, haciendo clara alusión a la posición humilde de Germán. Este quiso poner término y advirtió Miguel con el basta de costumbre, pero el rico estaba de vena y se le vinieron a la lengua frases soeces que ya el pobre no quiso tolerar por volver ellas ultrajes a su madre.
Lo recuerdo como si lo viera ahora. Aquellos ojos dulces y expresivos quisieron salir de sus órbitas, aquella fisonomía que no decia nada, dijo entonces mucho, lívida de emoción y de ira, y antes de que Miguel pudiera darse cuenta de ello, dos sonoras bofetadas le hicieron tambalearse irse al suelo como un ovillo.
Germán le miró, dió media vuelta y fué anunciarse al Director.
Mano de ángel, aunque un poco dura, tuvo Germán para acabar con las bromitas. ninguno se le ocurrió resucitarlas, poes vimos que tenía sus peligros excitar la sangre, al que suponíamos mansísimo cordero.
Llamó el Director su presencia Miguel y éste tuvo un rasgo de nobleza que todos sorprendió y todos aplaudimos Dijo sencillaniente que si se castigaba Germán, debíasele castigar a di con mayor motivo, puesto que fue el provocador; que tenia por muy mere.
cidas las guantadas y que juraba no volver a molestar su compañero, cuyo perdón solicitaba.
Germán. lo que son los niños se puso hacer pucheros y volviéndose Miguel dióle un estrujón y un beso. Las dos bofetadas tuvieron más eficacia y más fuerza para sellar una amistad cariñosa y duradera que las que tenían los notarios para garantir la seguridad de un contrato con signos, testigos y protocolos. con lo dicho queda hecha la presentación y hasta la filiación moral de los dos protagonistas del episodio que voy referir.
II y Miguel y Germán fueron favorecidos el año 1873 con la suerte de entrar en quinta, y como en la de aquel año no se disfrutala del beneficio de la reilención, que Miguel hubiera utilizado, uno y otro ingresaron en filas, si bien agarrándose el primero su título de bachiller para sufrir aquel examen relámpago en canilio del cual se le dió el despacho de alférez de milicias, con cuyo grado le destinaron un batallón de cazadores. Hacían falta oficiales en aquella ёроса.
Germán. convencido de que no le era posible continuar sus estudios, contentose con los hechos y dióse a buscar una modesta colocación que obtuvo y con lo que se las prometía muy felices para ayudar a su pobre y ya anciana madre; pero cuando empezaba a obtener algún fruto menos amargo de su trabajo, vióse reclamado por los deberes militares, que no eran entonces exactamente sinónimos de los que todos y cada uno tiene de defender a la patria.
Iba las filas defender una bandera española, combatida por otra otras que también españolas se llamaban; pero el Gobierno constituido le reclamaba castigándole si no iba, y Germán fue triste, muy triste por el abandono en que dejaba a su madre, pero confortado hasta cierto punto con la resolución que tomó de hacer carrera jogándose la vida cuantas veces fuese necesario para llegar a la codiciada gloria. Lo que era una desgracia decía él podía ser un porvenir.
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