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inclino creer de cualquier manera, que has estado suficiente tiempo en nuestro Conservatorio para tu propio bien.
Mañana temprano saldré para París. hace tiempos lo había pensado. Ven vernos esta noche cuando tus preparativos de viaje estén concluidos y luego nos despedimos.
Han pasado siete años. No sólo París sino lo mejor de Europa encontró familiar el nombre del joven violinista quien el mismo Paganini consideró digno de especial atención. Siete años. el tiempo estipulado para mostrarse digno de su amor, el tiempo que comprobaría si su inclinación era durable. Ni una sola carta se le permitió dirigir aquella quien él propuso para celebrar su primera y gran composición, y para quien ningún pensamiento había sido lo suficiente bello grandioso, su juicio. Sólo indirectamente, alguna vez que otra, recibió saludos recados de élla; los mensajes que él mandó no eran más que los recortes de periódicos que se referían sus trabajos y progresos. al fin se hizo digno; el amor creció más fuerte y más hondo con los años, y estaba ligado con su menor pensamiento, con su sér entero.
Dos días antes del final del sétimo año estaba ya listo para volver su país, calculando llegar Viena una hora más tarde que la señalada por el padre de su prometida.
Día y noche viajó en extraordinario, y al caer la noche del segundo día arribó a Viena. Apenas toinó el tiempo necesario para cambiar de traje, se dirigió con precisa inusitada a la casa entre cuyas paredes se encerraba toda su felicidad, La puerta de la calle apareció abierta pero adentro todo era oscuridad. Un sentimiento de terror, como presagio de gran desgracia, le asaltó. Ascendió la tan conocida escala; abrió la puerta de la sala y quedó como convertido en piedra; un pánico como el golpe de la muerte hirió su pecho; la vista se le disminuyó gradualmente y. no supo más.
En medio de la sala estaba un ataúd abierto y rodeado de bujías; y en un túmulo de flores descansaba ella, azahar desgajado, la doncella por quien él luchó y trabajó, y la que esperaba con paciencia. Una hojeada bastó para mostrarle que toda su esperanza y que toda flor, la de su juventud, se habían marchitado para siempre.
Pasó el entierro; pero él no supo nada; postrado por una fiebre cerebral, estuvo las puertas de la muerte y casi parecía que la novia muerta no tendría que esperar mucho su compañero. Pero su natural fuerza ganó la victoria. Dos meses después apareció por primera vez entre la gente. pero como otro hombre distinto; su vista parecía mirar algo aparte de lo que pasa ba su alrededor, como si se encerrase en sus pensamientos.
El violín fué su solo amigo; en el silencio de las altas horas de la noche, tonos de incomparable tristeza salían de sus cuerdas. escribió una endecha o canto fúnebre en memoria de su amada muerta, una elegía, que muere los corazones con su habla y que es conocida por todo el mundo: porque el hombre cuya historia hemos contado, fué el violinista Heinrich Wilhelm Ernst.
Enero 14 de 1906.
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