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La codicia Erase una vez un labriego muy rico y muy avaro, cuya codicia 10 se saciaba jamás. Llamábanie Jeroán el Rico, y era en realidad más pobre que las ratas, pues no gasta ba una sola de las monedas que llegaban sus manos.
Cerca del lugar que habitaba empezaban los dominios de una tribu nómada, famosa por la bondad y el desprendimiento de suis jefes. Jeroản sabía que en aquellos dominios había extensiones de tierra muy fértiles y muy poco aprovechadas. Como sólo pensaba en ganar dinero, se le ocurrió un día hacer un negocio brillante con los nómadas, y cogiendo una buena suma de monedas de plata se dirigió al encuentro de los jefes de la tribu.
Estaban sentados junto a la tienda de uno de ellos y recibieron cordialmente Jeroán. Este, animado por la buena acogida, no vacilo en hacerles las proposiciones que le seducían.
Vosotros tenéis terreno de sobra dijo y mí me falta para hacer las plantaciones que deseo. En cambio tengo dinero y vosotros no debéis andar muy sobrados de él. Tomad todo el que contiene este saco y dejad que escoja la porción de tierra que deseo. No es costumbre entre nosotros vender las tierras: pero una vez no hace costumbre. Queremos satisfacer tu deseo. Duerme esta noche en nuestro campamento y mañana, al salir el sol, depositarás en el suelo este saquito de dinero y te pondrás en marcha. Todo el terreno que puedas rodear andando de sol sol será tuyo. Ya vez que no somos avaros.
Pero te advierto que si no llegas de nuevo al punto de partida un instante antes de ponerse el sol, el dinero será nuestro y no serán tuyas las tierras. Si aceptas el trato dálo por hecho. Acepto exclamó alegremente Jeroán.
Cenó con los pastores y antes de dormir pensó horas y horas en la magnífica propiedad que iba adquirir por un puñado de plata.
Al amanecer le despertaron los nómadas, y, cargado Jeroán con el saquito de monedas, fueron todos un otero que dominaba una llanura inmensa, cubierta de bosques y prados, surcada por riachuelos y arroyos, una verdadera tierra de promisión.
El viejo pastor hizo que Jeroán depositara las monedas sus pies y le dijo: Dos de mis nietos, ligeros como corzos, te seguirán, provistos de un haz de estacas. Donde tú les indiques las clavarán, marcando los límites de tu futura propiedad. Pero acuérdate de la condición impuesta: si no llegas antes de ponerse el sol, nada de lo limitado será tuyo. Ea, ponte en camino, que ya brillan los primeros rayos del sol en aquella nube y en breve iluminarán el suelo.
Jeroan emprendió la marcha y anduvo horas y horas. El sol llegaba ya a la mitad de su carrera. Teroáu comio andando y continuó sin detenerse, señalando los nómadas que le seguían los puntos donde tenían que clavar las estacas que después se cambiarían por mojones.
Iba ya volver hacia el punto de partida cuando vió un bosque de árboles centenarios. También lo incluyó en su propiedad; pero le costó el bosque una hora más de marcha, El sol bajaba lentamente. Jeroán apretó el paso. Anduvo cinco lioras y aun incluyó varios prados y una loma en su propiedad futura.
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