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Gutiérrez se hallaba en el valle del Cauca, ocupado en la obra de la redención de la Patria. Aquel desastre de las armas republicanas seguido de una luctuosa época de terror en la que perdieron la vida muchos varones ilustres, obligó al entonces coronel de ingenieros ocultarse en el convento de franciscanos de Cali, lo que llegó oídos del feroz jefe español Warleta, quien no atreviéndose visitar aquel recinto, redujo prisión al padre Guardián. Gutiérrez salió entonces y se dirigió en la mitad del día la oficina del jefe español. Yo soy Gutiérrez, le dijo, préndame y de libre al padre Guardián. Fué conducido Popayán y pasado por las armas en aquella plaza. Hay sobre el fogoso Gutiérrez una tradición que debemos consignar aquí. En 1831 fué llamado el cura de una de las parroquias limítrofes de los Llanos de Casanare, auxiliar un moribundo en un hato lejano. Trasladóse un día de distancia, internándose en el llano, cuyo límite no conocen ni aun los salvajes rebaños que lo pueblan. El sacerdote era de Bogotá, tenía alguna ilustración y había conocido la guerra de la independencia con todos sus hombres notables y sus escenas terribles. Sorprendióse de encontrar en el enfermo en vez de un rústico estanciero, un hombre de elegantes modales y culto lenguaje; y el buen cura creyó ver una alma de la otra vida, cuando en medio de la confesión y bajo el velo del sacramento, le dijo: mi nombre no es el que llevo y el que dijeron V. para llamarlo: yo soy el coronel José María Gutiérres. Se podrá comprender el asombro del sacerdote, quien supo entonces la siguiente historia. Gutiérrez al prepararse morir en la capilla, en Popayán, se había manifestado muy penitente y fervoroso, siguiendo el giro habitual de su carácter entusiasta y extremado. El confesor que le dieron (un franciscano de Cali. simpatizó profundamente con aquel guerrero cristiano, y lloraba su muerte de antemano. El día de la ejecución lo acompañó hasta el cadalso. Pasada la descarga vió que Gutiérrez había quedado ileso, amarrado su banquillo; y formando rápidamente el plan de salvarlo, arrojó sobre él su manto, y se dió tan buenas trazas, que logró burlar la vigilancia de sus verdugos, y llevarlo a la iglesia del convento de franciscanos, so pretexto de enterrarlo allí. Pasados algunos meses logró Gutiérrez escaparse y venir sepultarse en los Llanos, donde estaba la tumba de su hermano, que fué fusilado en Pore. Allí vivió en riguroso incógnito hasta que la muerte vino realmente a aliviarlo del peso de su vida despedazada.
El sacerdote confidente de aquella extraña revelación, no la descubrió hasta diez doce años después en que la oímos contar tal como a nuestro turno la hemos narrado, sin tener pruebas ningunas para apoyarla.
Tal es grandes rasgos la vida del poeta, eminente educacionista y prócer de la independencia colombiana, Doctor don José María Gutiérrez, quien a la vez que al poeta argentino José Antonio Miralla que residió poco después en Bogotá, se le da también la gloria de la traducción de la célebre elegía de Tomás Gray, titulada: En un cementerio de aldea.
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