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El mirador de América A1 distinguido americanista Excmo. Sr. ando y Valle Preciosos, sublimes, son los Alpes, con sus nieves eternas, ricamente coloreadas por los reflejos del sol al caer de la tarde; variados y encantadores los Pirineos, con sus quiebras profundas, los caprichosos giros de sus arroyos, sus ramblas y vericuetos; imponente el Vesubio, con su cabellera de humo destrenzada al viento; pintorescas las aromadas vegas andaluzas, con sus risueños cármenes; bellísimos los vergeles que la fantasía helénica soño, y dignas de admiración ias grandiosas osamentas de las civilizaciones muertas. El soberano Amazonas arrebata y suspende el ánimo del viajero, y ante aquel caudal enorme de aguas, la mente más prosaica inflámase y pródigo prorrumpe el labio, ya en delicados exámetros, ya en sonoros alejandrinos. Las cóleras oceánicas inspiran al más torpe entendimiento, al alma menos artística, y ante las cataratas del Niagara, al fragor con que el río se despeña, estrellándose en el rocalloso fondo del oscuro precipicio y abriendo abanicos de espuma, el poeta, palpitante, conmovido, exclama como Heredia. Traed mi lira. etc.
Sí; hay cordilleras sublimes, espléndidos mirajes, deliciosos vergeles imponentes cascadas; pero, mi juicio, poco hay comparable al espectáculo que se contempla desde la atrevida cumbre del Irazú.
Yérguese este volcán sobre el maciso de montañas que domina la República de Costa Rica, una de las más pequeñas de América. Estribado en la cordillera central, se levanta como un cíclope en medio de una serie de volcanes, alcanzando la altura de 11, 600 pies sobre el nivel del mar.
Una fresca mañana, sin más compañero que un guía, robusto campesino de esos de machete en cinto y chaqueta al hombro, emprendí la ascensión del coloso, cuya cumbre ornaba con sus nácares la aurora.
Dejamos las risueñas faldas, donde mil torrentes se destrenzan en pedregosos cauces, formando estrepitosas cascadas que, por su brillantez, traen la memoria aquellos arroyos de líquidas perlas y rubíes, esmeraldas y topacios deslumbradores que caían en ánforas de alabastro de luciente plata entre los mármoles y el porfido de las mansiones orientales.
Subimos penosamente por un estrecho camino espiralado. ambos lados advertíamos profundas quiebras, oscuras cavernas y rocas calcinadas al parecer, por el rayo. El monte aparecía abierto por un costado, cual si Roldán hubiese ensayado allí el filo de su espada. Nuestras valientes cabalgaduras embpezaban mostrarse fatigadas. El sol, ese ardiente sol del trópico, nos quemaba las espaldas. nuestros pies extendíase, como un océano de verdura sembrado de perlas, el delicioso valle que riega el Reventazón.
La del almuerzo sería cuando alcanzamos la altura de mil metros.
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