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Nos detuvimos al pie de un cedro gigantesco, recostando nuestros doloridos miembros sobre la menuda hierba de una minúscula planicie, y dimos principio nuestra frugal comida.
Movía un viento fresco suavemente la copa de los altos jaules, mil pintados pajarillos regalaban nuestros oídos con los ricos arpegios de su dulcísima garganta, mostrando entre las ramas de las esbeltas liras sus bri.
llantes plumajes, ya verdes, ya amarillos, ya rojos, ya azules; una bandada de papagayos levantó el vuelo, poblando el aire de estridentes gritos; millares de mariposas de muy variados colores revolaban en nuestro derredor; alguno que otro encantador monillo asomaba el rostro picaresco y asombrado por entre las hojas de los árboles; un hilillo de agua surgia del fondo de una pequeña gruta tapizada de musgo; la naturaleza lujuriosa del trópico mostrábase allí en todo su esplendor. Doquiera estrechaban y detenían la vista enormes árboles cuyas retorcidas ramas, sembradas de parásitas, entrelazábanse formando pórticos grandiosos, pabellones de verdura, bóvedas sombrías, glorietas primorosas; los robustos troncos erguíanse como columnas góticas, corintias y jónicas de un templo gigantesco de floridos capiteles, rematado por graciosos minaretes en una encantadora confusión de estilos, donde la línea severa de los dorios alternaba con la elegante del Renacimiento y con la curva poética de los arquitectos árabes; flexibles lianas colgaban, como boas constrictores y serpientes de cascabel, y de los frondosos cuajiniquiles, y otras mil enredaderas tendían entre árbol y árbol delicadas redes y finísimos encajes. En aquella Alhambra natural, millones de arbustos recamados de flores y escondidos entre la maleza incensaban el ambiente, cual ricos pebeteros de oriental mansión.
Diríase que entre la espesura, en deliciosa armonía con la naturaleza, Adán y Eva desnudos andaban como en la primera edad.
Tan exuberante muéstrase allí la vegetación, aún no tocada por la mano del hombre, virgen como el planeta el primer día de la vida, que el viajero, admirado, se forja la ilusión de que el fiat bíblico acaba de retumbar en los labios de Jehová.
Impórteles poco los lectores saber que allí el desaliñado zurcidor de este escrito, ante aquel prodigioso y variado espectáculo, asistiendo al perpetuo génesis de la naturaleza, entre aquellos manantiales de vida que surgían del abundoso seno de la madre tierra, sintióse también Quijote, y, tomando en la mano, no un puño de bellotas, sino de flores y hojas, soltó la lengua discretísimas razones que, como prudente, guarda y calla hasta mejor ocasión.
Aligeradas de un peso las alforjas, satisfecha nuestra hambre y descansados nuestros músculos, embridamos de nuevo los caballos, que muy regocijados pastaban en una ladera defendida por un cinturón de rocas, y continuamos la difícil marcha en demanda de la cumbre. medida que subíamos, hacíase más agria la pendiente, la vegetación aparecía menos lozana y el frío era más intenso. Fatigados, molidos, casi sin aliento, llegamos una pequeña explanada cuando ya el sol con desmayados rayos doraba el horizonte. Desmontamos, y en una quiebra del coloso, convertidos en Robinsones, formamos una especie de choza entrelazando delgadas ramas y cubriendo los huecos con palitroques y hojas.
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