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El frío aumentaba. Dejamos las cabalgaduras pastando la menuda yerba que en la ladera crecía (asegurándolas antes con gruesos mecates unos arbustos. encendimos una pequeña hoguera para alejar las serpientes y otras alimañas muy comunes en esos sitios, y después de una cena muy regular, nos envolvimos en nuestras mantas, zamoranas para mayor regocijo de nuestros temperamentos tropicales, poco prendados de lo extranjero, y embargónos el sueño con tal pesantez que no fueron parte despertarnos ni los relinchos de los caballos, ni los rayos del sol que por innumerables resquicios penetraban en nuestra improvisada habitación, caldeándonos el rostro.
Despertamos al fin, gozosos y bien dispuestos llegar a la cumbre.
Frescas brisas matinales lleváronse bien pronto la bruma que ceñía al monte, y poco cabalgábamos, en tanto que con muchos y regocijados trinos las avecillas saludaban el despertar de la naturaleza.
Enormes peñascos amurallaban el estrecho y áspero camino, trayéndome la memoria los que alzaron los titanes en sus luchas desesperadas contra el cielo. en verdad que parecía aquel una granítica escalera construída por una legión de Encédalos. La vegetación mostrábase cada vez más es asa y hurana. Las aves no aventurábanse por aquellas alturas ni los monos jugaban entre los riscos y zarzales. La tierra requemada despedía acres olores, las aristas de las peñas resplandecían como metálicas escamas de una armadura de gigante, y delante de nosotros, sudorosos, fatigados, con las piernas entumecidas colgando desmayadamente fuera de los estribos, erguíase la ya cercana cumbre en forma de cono truncado.
De pronto nuestras cabalgaduras negáronse dar un paso más.
Echamos pie a tierra y descansamos media hora, mitigando nuestra sed con el sabroso licor del nunca bien ponderado marañón. Reanudamos la marcha.
El sol había alcanzado su zenit cuando por una anchurosa rampa llegamos a la cumbre y pudimos admirar el maravilloso panorama, único objeto de nuestros afanes.
Escalando montones de azufre y lava endurecida, nos asomamos al pavoroso cráter del volcán, cuyos descarnados bordes protegía una doble muralla de granito. Una enorme caverna oscura, peñascosa, fantástica, imponente, que parecía la misma boca del averno, ofrecíase nuestra contemplación con sus paredes negras, calcinadas, sus gargantas de piedra, sus innumerables grietas llenas de ceniza, de donde surgía un humo espeso y asfixiante, sus galerías de azufre y sus salientes de roca que figuraban músculos hinchados en una colérica contorción del cíclope. Alrededor de la tartárea caverna, erguíanse moles de granito formando un inmenso anfiteatro, rematadas por brillantes cristalerías como esas que se forman en los playones de nuestros ríos.
No mucho tiempo duró la contemplación, que volcanes doquiera hay y no menos terribles imponentes, y no es espectáculo que suspenda y maraville tanto como la vista de un enorme caudal de aguas estrellado con espantable fragor en el pétreo fondo de un oscuro precipicio.
Nos dirigimos un mirador natural, y desde allí contemplamos el espectáculo más variado, sublime y tres veces imponente de cuantos el globo puede ofrecer humanos ojos.
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