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Sant Antonho Los moradores de la playa se habían reunido todos en casa del Pescador Pedro, donde el fandango estaba animadísimo.
Un mundo de gente a legre y bulliciosa bailaba con todas sus ganas un batapie rasgado, mientras la zambomba del Quinzinho tocaba afanosamente acompañada por las guitarras de Maneco Chenchén y de Joao Minguito que resonaban plañideras.
Al obscurecer, la fiesta se hallaba en todo su apogeo. En la terraza recién barrida Vha Fuca asaba entre tejas coloradas de barro nuevo, grandes tainhas de la redada de las tres mil, mientras los chicuelos apiñados al rededor de la hoguera armaban un estrépito de mil demonios, quemando cohetes y haciendo reventar estruendosamente gruesos gajos de laquarusu.
Toda la playa estaba en el rancho del Pescador Pedro, toda, menos Antonio Cumba y Sa María, los dos viejos encorvados, arrugados y temblorosos por el peso de sus muchos años, y siempre queridos de cuantos los conocían, es decir, de toda la villa y sus alrededores. Por qué no habían ido a la diversión. Cómo saberlo?
Pedro, las muchachas, los muchachos, todos los pescadores de la comarca y los trabajadores del ingenio de fariña habían ido al obscurecer su rancho, casi tan viejo como ellos, oculto en un rincón de Manduba, detrás de pitangueras floridas y de plantas olorosas, invitarlos, pedirles y suplicarles que fuesen hasta el fandango un solo momento: una vuelta sola para honrar la fiesta y después rezar la letanía.
Rehusaron.
No podían, no podían: eso ya no era para ellos, era para los jóvenes, para los fuertes y, para dirigir el rezo tenían Chico Padre que era mejor que ninguno. Que dejasen los viejos en su rincón, en su tranquilidad, para reanimar su hogar; que los dejasen. Todavía insistieron, porque tenían gusto de ver en la fiesta las dos personas más viejas de la playa. No cedieron y entonces salieron todos muy afligidos por la obstinada negativa y diciendo que eso era leñosera, chochez, demencia, cosas de viejos.
Después que el grupo pasó por entre las dos pitas que figuraban el portal frente a la casa, el tío Antonio cerró la puerta. fué la cocinita, donde estaba Sa Maria removiendo el fuego y echó algunos leños que en seguida se inflamaron vivamente, La viejecita le preguntó con disimulo, con discreta curiosidad. Por qué no has querido ir, Antonho. Por nada.
No me engañes. Algún motivo has tenido para decir que no.
y miraba su marido con sus tiernos ojos pardos, más tiernos a hora que tenían casi del todo a pagado el fulgor de otro tiempo, el antiguo brillo que tantas cabezas había trastornado. Pues bien, sí, lo tengo. el viejo suspiró. Qué es?
Dejó el sobre el hogar el candelero de latón que había traído del comedor y fué sentarse al lado de su mujer, en el arca de la fariña, 1570
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