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La cadena de cabellos Para Páginas Ilustradas La cuestión de si los seres inanimados objetos tienen vida ha sido discutida desde la antigüedad y no han faltado filósofos que sostienen el pro de la cuestión; hoy la opinión está muy dividida aunque con tendencias a la afirmación. Por mi parte, nos decía esa noche el doctor Luys, soy partidario de ella y tenga la seguridad de que la vida inanimada de esos seres no es sino inaparente nuestros sentidos demasiado aguzados para percibirla, demasiado romos para sentirla.
Si ustedes me permiten una comparación, diré que puede suceder con esa vitalidad lo que con los sonidos: no ignoran ustedes que los sonidos, si son demasiado graves demasiado agudos, no son percibidos por nuestros oídos.
Pues creo que lo mismo sucede con el asunto de que hablamos.
No se crea que asistíamos una conferencia de tantas. No. Simplemente estábamos de sobremesa en el Imperial Hotel y charlábamos sin objeto determinado.
Ante la aseveración del Doctor, formuiada de un modo tan original y sencillo, pusimos atención. Me pasó hace algunos años una aventura, continuó éste que me convenció de lo que primera vista parece tan paradógico y aunque no fuí el actor principal, sí pude apreciarla en todas sus fases.
Vivía yo entonces en Puntarenas donde el Gobierno me había nombrado Médico del Pueblo y allí conocí al héroe de mi historia.
Máximo Duro era un joven como de unos treinta años, ni galán ni feo, de un temperamento nervioso agudísimo, un neurótico completo. Educado en Europa y de una cultura exquisita, ocupaba en esa época un puesto importante en una de las principales casas de comercio en aquél puerto.
Trabamos muy pronto amistad debido la semejanza de nuestras ideas y nuestros gustos iguales y pronto fuimos inseparables.
Una vez que solicitó mis servicios para que lo asistiera en una ligera fiebre, me llamó la atención una cadenita finísima formada de rubios cabellos que rodeaba su cuello. Como él notara que yo la miraba con curiosidad, Es una historia, me dijo; algún día se la contaré.
Pasaron muchos meses antes de que se decidiera hacerme su confidencia, pero yo respetaba su discreción, y él probablemente temía hacerme partícipe de aquella historia triste y extraordinaria, 1610
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