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databa de recuerdos de la infancia, renovados después cada vuelta del estudiante, y esta simpatia recíproca de dos jóvenes gentiles comenzaba a ser muy comentada ahora que el joven doctor en derecho volvía fijarse definitivamente en el país. Con indiferencia, disimulo bobería, Jacobo Bigot era acusado un poco, por todas partes en el distrito, de lo que todos los pretendientes sin empleo hubiesen querido hacerse culpables, es decir, abusar de sus ventajas, de su hábil lenguaje y de su bella presencia para probar una sabia mixtura de su mediocridad financiera y de la opulencia de la señorita Dormont.
En cuanto Magdalena, jamás había analizado la atracción que experimentaba por su camarada de los años juveniles, y aunque acostumbrada recibir con rudeza sus inquietudes, se había abandonado hasta ahí, porque nada sospechaba.
Pero después de la velada, cuando él ya no estaba allí, la joven era presa de un fastidio profundo que no alcanzaba vencer. Jacobo, que había faltado una de sus anteriores reuniones, por lo que ella estaba muy pesarosa, vino esta vez temprano y con encantadora expresión de cortesía, le ofreció al entrar en el salón, una florecilla que llevaba en la mano. Luego, se había ocupado bastante de ella y le había anunciado, casi con misterio, que vendra verla al día siguiente para confiarle un secreto. Para colmo, en la misma soirée, cuando la señorita Dormont pasaba cerca de un grupo de charlantes, había oído vagamente pronunciar su nombre y el de Jacobo, así como la palabra matrimonio. cuchicheada en confidencia bruscamente detenida apenas se la vió aproximarse.
Magdalena no había dormido la noche.
Como en la mañana aún pensara en la florecilla que conservaba, en su obsequiante, en el misterio que él iba a descubrirle y en la conversación sorprendida, se extremecía, reflexionaba y se interrogaba. Estuvo entonces pique de desmayarse de temor y de sufrimiento, al comprender que su corazón no era ya libre; intentando combatir su locura, llamó en su ayuda los más crueles razonamientos. Pero en vez de desbaratar su ensueño, lo fortificaba. Desde luego estaba convencida de que Jacobo era un sér superior que no debía tener ni los pensamientos ni las aspiraciones del común de los mortales. Entrevió una esperanza y buscó justificarla. recordó con regocijo haber leído en los libros que a menudo un hombre inteligente es más sensible a la nobleza de sentimientos y la pureza del corazón de una mujer, que a la perfección de su contorno y la belleza de sus facciones. Después de la mañana había rebuscado, reencontrado, vuelto leer esas líneas, con pasión, con embriaguez, y se había compenetrado más y más de esta reconfortante ilusión. hacia el final del dia, extenuada, conmovida, obsesionada por los pensamientos, acongojada por los tormentosos latidos de su corazón, la señorita Dormont disvariaba, abandonando el bordado, la aguja inactiva, con tal cual vez una rápida contracción de cejas una sonrisa fugitiva, Se oyeron algunos golpes discretos en la puerta del salón.
La señorita Dormont se extremeció. Era, sin duda, su amigo Jacobo que venia como se lo había anunciado.
Pero la camarera que entraba destruyó esta esperanza, que era al mismo tiempo un temor, diciendo que la señorita Germana Darcier, que se hallaba con la señora Firmin, hacia preguntar si la señorita Dormont podria recibirla. La joven le respondió con interés que fuera por la señorita Darcier.
Desechando sus desvaríos, la señorita Dormont se aprestó recibir a su amiga Germana, antigua camarada de pensión que amaba bastante y con quien 1660
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