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Por esas calles Apenas iba por la mitad del almuerzo, cuando la estimable señora de la casa en que yo comía se acercó mí, y apoyando un brazo en la mesa servida inclinando un tantico el cuerpo, me dijo dulcemente. Sabe. y apenas alcé mis ojos para interrogarla, ella siguió. de mañana en adelante ya no le daré más la comida.
Sui. cuánto lo siento. por qué no, señora mía? dije con una voz apenada. Porque no es posible, otras ocupaciones me quitan el tiempo de tal modo que ya no puedo atenderlo como quisiera y como V. le agradaría. Cuanto lo siento! repetí. yo tan acostumbrado que estaba ya con Vds! Es penoso irse, no es cierto, señora. Bien penoso es, deveras! ha sido un buen pobre, indulgente con el mal servicio, pero qué hemos de hacerle? Ya no puedo darle más la comida, dijo ella alejándose un tantico de mi.
Será como lo desea, mi señora. Mañana no vendré más y silencioso bajé los ojos y seguí comiendo, maquinalmente, sin hallarle såbor alguno los alimentos. me puse a pensar con pena en aquel suceso sencillo, co:nún. Trisá te me pareció dejar aquel comedor en que había comido tantas veces; la pared de cristales, las cortinas, la mesita ovalada, todo tenía cierto encanto para mi. Sentía separarme del gato color salmón que diariamente se enredaba maullando mis pies para que compartiera con él mi sustento. Lo hacía yo con mucho gusto. El gato era muy hábil para halagarme y lo quería deveras. Esa mañana allí estaba. Lo acaricié palmoteándolo y le dije muchas cosas, como si el pobrecillo fuera capaz de comprenderlas. Estoy seguro de que sí comprendió mis halagos, porque daba vueltas al rededor de mi mano, como pidiéndome más caricias dándome las gracias por las recibidas.
Sentí dejar el periquito verde, para quien tenía siempre pan mojado en leche. Cuánto me gustaba descolgarlo de la percha en que vivía para acariciarlo con la barba llevármelo las orejas, colocarlo en mi hombro echarmelo en un bolsillo. Esto último como que no le agradaba mucho, porque siempre salía sacudiéndose y moviendo la cabeza con un aire de evidente disgusto. Entonces yo le hablaba ternezas como para calmarlo, aunque el muy tontico no las comprendía. menudo se enfermaba el pobrecillo, y esto me preocupaba mucho. Pobre periquito, ya no sería más mi compañero!
Me apenaba dejar a la sirvienta, a la cocinera, buenas y oscuras gentes que me complacían, que conocían ya mis gustos y con tanto agrado me servían la taza de te los huevos la copa. Las tacitas encantadoras, siempre las mismas, labradas, anchas!
Dejaba la amable señora. Por fin, el nido de afectos que había construído, en donde había criado ciertos hábitos que después dolorosamente se olvidarían, bien solo iba quedarse! para un hombre de corazón estas consideraciones eran tristes, no hay duda.
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