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Le disparé otra piedrecilla. En vano siempre! Cantaba con más fuerza, bien como asustado, bien como burlándose de mí.
Semejante compañero no podía ser más importuno. Yo estaba sufriendo mucho con verlo y oirlo. Le disparé una piedrecilla más y otra y otra, pero todo en vano! El pajarraco seguía cantando pocos pasos de mi persona; saltaba en cuclillas y caía, sin el más mínimo ruido, con la suavidad de una hoja que se desprendiese de un árbol. Aburrido de apuntarle sin éxito, y resignado, segui con él mi camino.
De pronto y no muy lejos oi con sorpresa otro grito de pájaro, corto, tenaz. y muy semejante al que traía enganchado mis orejas: era otro cuyco uraño y solitario que cantaba su canción fatídica en el cementerio de la aldea. Este otro cuyeo me pareció más original interesante que el que me venía acompañando. Hallé cierta afinidad entre él y yo. Su gusto extraño de cantar entre los muertos bastante me satisfizo.
Como un bulto sospechoso, me detuve en mi marcha y avancé hasta el portón de rejas que cerraba la entrada del cementerio de la aldea, sin preocuparme ya más del cuyco que me acompañaba, el cual, como me detuve, se detuvo también, pero yo no supe dónde, porque ya no cantaba más.
La luna creciente, arropada siempre en su colcha de nubes, seguia difundiendo una triste media luz sobre la tierra dormida.
El cuyco del cementerio proseguía con entusiasmo su monólogo, que en aquella hora y en aquel sitio no podía ser más lúgubre. Cantando, saltaba en cuclillas de una tumba la otra, de las tumbas al suelo. Yo lo escuchaba y lo veía con gusto desde la reja.
Escuchándolo, supuse que sería un horrible mensajero enviado para despertar los muertos en sus nichos, a fin de celebrar en esa noche una asamblea de esqueletos, presidida por la mismísima Muerte. Pronto deseché esta suposición y m2 encariñé con otra. Me pareció que la Muerte, vestida de blanco y apoyada en su guadaña voraz, se paseaba triunfal por entre las sepulturas cubiertas de malczas; y supuse, además, que el cuyeo le salía al encuentro, como el otro lo hiciera conmigo, como lo hiciera un perro gruñón y bravo con algún ser extraño que se metiese la casa que cuida; tal vez por esto sus gritos eran tan agudos y tenaces. la muerte impasible, de tiempo en tiempo se detenía contemplar no más un campo de víctimas, su obra saludable y purificante.
Entonces los recuerdos, como pájaros negros que aletearan muy cerca de mis ojos, acudieron a mi memoria. Allí, entre aquellas innumerables víctimas, descansaban muchos seres queridos sobre el blando regazo de la tierra. Yo no compadecí ninguno y los envidić todos.
Recordé las palabras del antiguo Job: Allí descansan los de cansadas fuerzas y nunca como entonces las sentí más bellas y justas.
También sentia yo mis fuerzas cansadas, ya no tenía ningún deseo de vivir y sólo deseaba un reposo absoluto para mis frágiles restos. en voz alta, solemnemente, me dirigí la Muerte en estos términos. Oh Muerte! He aquí la reja que me separa de tus dominios. Yo vengo de la Vi.
da en busca tuya. Soy joven, y sin embargo deseo morir! Atrás han quedado los hombres y para vivir entre ellos hay que luchar y esto lo saben hacer bien los que son fuertes malvados. La vida es lucha y es mal. Quien no desea la lucha y quiere vivir como bueno, está perdido: la ola de los perversos lo hundirá sin misericordia. El único bien de la Vida es la soledad voluntaria que ciertos espíritus valientes se han creado para sí; sólo en el aislamiento se goza de la verdadera libertad. El servilismo comienza cuando uno tiene que codearse con los demás. Por esto ya no quiero vivir entre los hombres.
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