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Loy Suprema Magdalena era una mártir, madre y esposa, esposa abandonada, madre no querida.
El tapete verde, ese terrible alimentador del vicio, sobre el cual tantas y tantas desgracias se han labrado, le fué robando poco a poco las caricias y el amor del hombre llamado por la ley divina ser su protector y su companero; la vagancia, las mujeres corrompidas y el vino, iban alejando también de ella un hijo, que constituía su alegría, su placer, su esperanza.
Cuando un corazón lleno de virtud, de afectos puros, de ilusiones risueñas, experimenta una de esas sacudidas terribles, uno de esos crueles desengaños que matan y destruyen su misma virtud, su misma bondad hacen que los efectos de la herida sean amortiguados y que una generosa resignación sirva para evitar la catástrofe que necesariamente habría de ocurrir, si el despecho convertido en odio, por un lado, y la desesperación convertida en locura, por otro, fueron los encargados de sustituir al amor de esposa y al amor de madre.
Magdalena estaba resignada. En medio del abandono en que la dejaban los seres que más quería sobre la tierra, consolábase viendo que, con el incesante trabajo de sus manos, podía atender, aunque con escasez, las más perentorias necesidades de su hogar, y cumplir diariamente un nobilísimo propósito que se había impuesto.
Por la noche, cuando después de larga y ruda tarea, rendidas sus fuerzas al cansancio, se arrodillaba frente una imagen de Nuestra Señora de los Desamparados, puesta junto a la cabecera de su lecho, rezaba contrita una oración, y al concluir depositaba detrás de aquel lienzo, donde había un pequeño hueco practicado en la pared y disimulado con papeles y trapos viejos, algunas monedas, el sobrante del jornal de su día.
Dos años habían transcurrido desde que depositó en aquel sitio las primeras monedas y dos años hacía también que con el producto de sus desvelos luchaba heroicamente contra la miseria, contra el hambre que por la viciosa pasión que dominaba su marido, tan de cerca les amenazaba a los tres, Él desgraciado esposo llevó en poco tiempo al tapete verde todo cuanto en la casa hubo de valor; el hijo ingrato que lejos casi siempre del taller disipaba su vida entre el vino y las mujeres, tampoco ayudaba a la infortunada Magdalena, que con inquebrantable virtud arrastraba sus desgracias y su martirio.
El uno, el padre pedía con imperio el dinero que hubiera en la casa, cuando carecía de materia con qué alimentar el insaciable monstruo de infelicidad que le dominaba completamente: el juego. El otro, el hijo, suplicaba algunas monedas con qué dar pávulo la vida de crápula y de prostitución y que había comenzado.
Magdalena no hacía caso del esposo, y entregaba al hijo algún dinero; pero lo hacía con las lágrimas en los ojos y la súplica en los labios.
Los periódicos oficiales publicaron una lista de los mozos que debían 1732
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