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de quince años. En verdad, te digo que han pasado ya muchas lunas sin que otra que ella haya ocupado la mitad de mi lecho, como única esposa. Quien gobierna el Califato es ella; no sé, ni puedo oponerme sus órdenes, y me siento incapaz de negarme satisfacer sus caprichos.
Calló el Califa y su primer Ministro no se atrevió hacer ningún comentario a lo que acababa de oir. Ahora bien. dijo el Comendador de los Creyentes, después de una larga pausa. yo quiero saber si esto que a mí me sucede es enfermedad que padecen todos los varones, si me ha atacado mi particularmente, fin de consolarme en el primer caso, buscar remedio en el segundo. Para eso cuento contigo.
Bien sabes ¡oh luz del medio dia! que la más leve indicación tuya es una orden para mí.
Elije los mejores quinientos caballos de mis cuadras y las quinientas vacas más lucidas de mis establos; toma los servidores y esclavos que juzgues preci.
sos, y con toda esa caravana parte recorrer mis dominios. Tu misión consiste en preguntar los hombres casados que encuentres si son ellos sus mujeres las que gobiernan la casa, si se dejan no dominar por las hembras. advierteles que han de decir la verdad, bajo pena de muerte si faltan ella.
Asi se hará, sol de los soles. Pero dime qué debo hacer con los quinientos caballos y las quinientas vacas? los que, como yo, se sometan la voluntad de su esposa, regálales una vaca; y los que ejerzan absoluto dominio sobre sus mujeres, entrégales un caballo, su elección. Cuando regreses haz desfilar por el gran patio de mi alcázar los animales sobrantes, que yo me asomaré una ventana para ver si ha habido mayor reparto de caballos que de vacas, vice versa. El Califa hizo un ademán de despedida y Aben Firuz salió de espaldas haciendo genuflexiones.
II Dos semanas no cumplidas llevaba de viaje el Gran Visir y aún no se había desprendido de un solo caballo. En cambio, los donativos de vacas eran tan numerosos que llevaba ya repartidas más de trescientas por el camino. El respeto que infundía el primer Ministro, el imponente y belicoso aparato con que se presentaba en pueblos y caseríos, atemorizaba los buenos musulmanes, que no se atrevían mentir.
Nadie hasta entonces podia vanagloriarse de haber acreditado legítimos derechos para oprimir los lomos un caballo del Califa.
Ya de regreso, topó Aben Firuz con un valentón, el cual afirmó sin vacilar que él era el único amo en su casa, en la que se hacía lo que él le daba la gana, sin que su esposa se atreviera nunca levantarle el gallo ni chistar, pues la había enseñado ser sumisa, obediente, callada y estar por completo sometida su voluntad.
Al oir tan rotunda declaración, cuya veracidad juró aquel brioso marido por el sagrado zancarión de Mahoma, no tuvo el Gran Visir más remedio que darle escoger, entre los quinientos caballos, el que mejor le pareciese.
El hombre, que era inteligente en la materia, eligió un magnífico alazán, y la caravana prosiguió su camino.
Profundamente disgustado iba Aben Firuz; harto conocía el orgullo y va.
nidad del Califa, el cual montaría en cólera apenas supiese que había en sus Estados un solo hombre que le sobrepujase en vigor moral para no dejarse vencer por exigencias caprichos femeninos.
Unas doce leguas más había recorrido la caravana, y ya casi las puertas de Bagdad la alcanzó el hombre del caballo alazán, sobre el que venía a toda rienda. Apeóse del jadeante y sudoroso cuadrúpedo y dijo al Gran Visir: 1785
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