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La Serpiente de Obsidiana a dona Lola Tinoco de Martin mecerse.
La comida había terminado y bebíamos el café oyendo una selección de La Cigarra y la Hormiga. La conversación versaba sobre un tema siempre interesante: el miedo.
Joaquín, aquel muchacho tan simpático y que puso fin una vida de calaveradas y derroches ordenándose sacerdote, llevaba la batuta en nuestra discusión. Miente quien diga que nunca ha sentido miedo, nos decía ya ven ustedes que yo gozo una fama de valiente envidiable; que me he batido en Alemania la espada, en Francia al forete y aquí al revólver varias veces; que dicen que tengo una sangre fría prueba de sustos, y pesar de eso, he tenido miedo muchas veces y algunas, un miedo terrible.
Hombre. Tú, miedo?
No lo creemos.
Sin embargo, es la pura verdad, y si no le temen una historieta, los invito que vayamos al Parque Nacional y oirán algo que los hará estreNos levantamos y caminando despacio llegamos al hermoso jardín que engalana nuestra capital. Una vez acomodados en una banquilla y fumando sabrosos cigarros oímos la peregrina relación, que, sin comentarios trascribo aquí, con el único temor de no poder referirla tal como la oí de labios del narrador. Ustedes recordarán, empezó Joaquín, el entusiasmo con que acogimos la fundación de aquella sociedad de excursionistas que se estableció hace pocos años. Fué un delirio: viajes al volcán Poás, al de Turrialba y otros más; expediciones Talamanca; exploraciones a la costa del Atlántico; aquello era una orgía de movimiento, de asoleadas, marchas dificultosas y ascensiones peligrosas. Yo era uno de los más entusiastas y no perdí ninguna de aquellas locas correrías, pues trataba de ahogar una decepción amorosa que había sufrido en esos días. ver, cuéntanos eso. No, no me interrumpáis, pues quiero recordar hasta el último detalle de esa aventura misteriosa que tan profunda impresión me hizo. Si mal no recuerdo, fué en el mes de abril de 1903 que emprendí una excursión al territorio de Guatuso, en compañía de mi intimo amigo Manuel Ocampo, aquel muchacho lleno de vida, de empuje y de valor cuya muerte inexplicable lamentamos aún.
Entramos por Las Cañas y siguiendo una vereda nueva que debía acortarnos en una jornada el camino, salimos llenos de ilusiones, alegres, guiados solamente por la picada abierta hacía algunos días y poco frecuentada por los indios. Cómo sucedió que nos perdimos? Nunca pudimos explicarlo. Lo cierto es que al segundo día de marcha, cuando creíamos llegar en la tarde al palenque de La Muerte, nos encontramos en mitad de una montaña virgen.
Allí nos había llevado una calzada de piedra rústica, ancha y cómoda que 1846
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