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gruta y sobre el muro dos grandes tiestos azules. Sí, Zoa, dos grandes tiestos azules. Una mañana. una mañana de verano el señor Malorey vino ca.
sa para consultar unos libros que él no tenía y que tampoco existían en la biblioteca pública que se había quemado. Papá había puesto su gabinete de trabajo disposición de su decano y el señor Malorey había aceptado el ofrecimiento Era cosa convenida que después de la consulta comería con nosotros. Cuidado Luciano, que las cortinas no queden muy largas.
Ya lo arreglaré. El calor de aquella mañana era asfixiante: ni los pájaros se movían en las ramas de los árboles. Sentado debajo de uno de ellos yo veía en la sombra del gabinete de trabajo al señor Malorey que llevaba sus largos y blancos cabellos extendidos encima del cuello de su levita. El no se movía: solo la mano accionaba sobre una hoja de papel. Eso nada tenia de extraordinario Escribía. Pero lo que me pareció muy extraño. Bien, Luciano. son bastante largas. Faltan unos cuatro dedos. Como cuatro dedos? ver. Míra. Pero lo que me pareció más extraño fué la corbata, fué la corbata del señor Malorey puesta sobre la barandilla de la ventana. El decano rendido por el calor se había desembarazado de la pieza de seda que le envolvía el pescuezo y la larga corbata colgaba a un lado y otro de la ventana abierta. Sentí un deseo invencible de cogerla. Me escurri suavemente por el muro de la casa y alargando la mano, tiré de la corbata y sin hacer el menor ruido la fuí esconder en uno de los grandes tiestos del jardín. No era una broma muy espiritual, Luciano.
No. La escondí dentro de uno de los grandes tiestos azules y hasta la cubrí con hojas y musgo. El señor Malorey trabajó aún mucho tiempo.
Yo veía su cuerpo inmóvil, sus largos cabellos blancos. Después la criada me llamó para comer. Al entrar en el comedor ví el espectáculo más inesperado. Entre papá y mamá el señor Malorey, grave, tranquilo, y sin corbata, conservaba su nobleza acostumbrada. Estaba casi augusto; pero no llevaba corbata y precisamente era eso lo que me llenaba de sorpresa. Yo sabía que él no la podía tener por que yo se la había escondido y me maravillaba de que no la tuviera. No puedo comprender, decía él dulcemente, como.
Mi madre le interrumpió diciéndole: Mi marido le prestará una, señor Malorey yo pensaba: la he escondido en broma y él la ha perdido de veras. Estaba admirado.
Por la traducción, 33 César Nieto 1942

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