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El museo Rousseau Hace algunos dias se verificó en la villa de Montmorency (Francia. una ceremonia cultísima. Simultáneamente con la inauguración de las nuevas oficinas municipales, instaladas en el secular castillo de la Foresta, que circunda un parque de 30. 000 metros cuadrados, celebróse la apertura del museo Juan Jacobo Rousseau, verdadero santuario de ciencia donde la paciente investigación de un sabio y el culto de un pueblo su historia, han reunido las más intimas y preciadas reliquias del gran filósofo.
Hagamos gracia al lector de los vulgares detalles de la ceremonia oficial, ajustada al eterno patrón de la etiqueta.
La nota original y artística de la fiesta, no de absoluta novedad, pero poco frecuente entre nosotros, a pesar de que la esplendidez de la tierra la abona, fue un concurso de ventanas y balcones adornados de flores: número que convendría introducir en los vulgarotes programas de nuestros arcaicos festejos, aquí donde las flores abundan y la hermosura y el buen gusto de las mujeres tampoco falta.
Lo interesante de esta breve noticia es el museo Rousseau, instalado en un gran salón donde viejos muebles y apergaminados papeles, recopilados en diez años de culto la memoria del admirado escritor por el arquitecto de Montmorency, Julien Pousin, reconstituyen la vida intima del enciclopedista famoso.
Allí está la mesa sobre la cual Rousseau escribió sa memorable novela Nueva allí el lecho del maestro y el de Teresa Levasseur, su esposa; dos roperos bien conservados con tiradores de bronce, un barómetro, un estante de libros, y la mascarilla de Rousseau, tomada por el escultor Houdon, con otra multitud de objetos que restablecen, al cabo de más de un siglo, el ambiente en que el gran escritor forjaba sus recios pensamientos. allí se conserva también la historia del venerable mobiliario, tan accidentada como la vida de su usufructuario, que no dueño, por la generosa hospitalidad que Mme. Espinay le ofreciera en la célebre quinta de Ermitage, inmortalizada por el filósofo.
Estos muebles, que un día profanaran los soldados de los ejércitos aliados contra Napoleón, durmiendo tal vez sus borracheras sobre el mismo escritorio donde Rousseau meditara sus principios sociales y sus propagandas demoledoras, ha pasado por manos vulgares hasta las de un generoso patricio que los legó la municipalidad de Montmorency. Depositados primero en un chalet del jardin de la villa y en la biblioteca comunal ſuego, el culto inteligente de Pousin, nombrado con acierto conservador del museo, ha organizado con ellos manera de un templo la memoria de un sabio.
La moraleja de esta noticia, que por algo recogemos de la prensa francesa, está al alcance del lector menos aficionado a los recuerdos.
De cuantas formas plásticas cabe reconstituir la historia de un pueblo de una época, ninguna tan atrayente y sugestiva como la intimidad de los hombres famosos.
Allí advierte el observador y aún el mas profano descubre las costumbres, los gustos, las inclinaciones, la vida familiar, el modo de trabajar, el carácter, en suma, de las personalidades que vaciaron en el molde de su espiritu su tiempo. Lo que por menudo y personalísimo y no pocas veces por ignorado escapa al historiador, atraído por lo aparatoso y externo: lo que el mismo biógrafo olvidó por ajeno a la influencia social de su héroe; lo que hasta en sus memorias íntimas, si las hizo, omitió el personaje por discreción, por modestia por vanidosa coquetería, atento a dejar de su vida una visión que asombre o edifique las futuras generaciones: toda esa trama sutil de pequeños hechos y triviales cosas donde encuadra sin embargo, el verdadero carácter humano, lo expresan mejor que la Historia y el archivo y el monumento, esos modestos museos de recuerdos tan generalizados en el extranjero, como la casa de Darwin y la de Shakespeare, por ejemplo, en Inglaterra.
La estatua es un homer aje que perpetúa la admiración; el museo intimo conserva el cariño del pueblo. Aquélla vulgariza el nombre del héroe; ésta despierta la curiosidad por su historia. Al conocimiento de cómo vivió parece que sigue la inmediata pregunta ¿qué hizo? de la investigación de los sabios y de la curiosidad del vulgo se mantienen en la conciencia de los pueblos las grandes figuras que constituyen el blasón de la raza ante la Historia. Por qué no hacer nosotros, comenzando en lo posible verdad, maestro Caviacon Cervantes lo que acaba de hacer Francia con el autor de El contrato social y Las confesiones y antes hizo Inglaterra con Darwin y Shakespeare? Aguilera y Arjona (De Nuevo Mundo)
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