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adas Jacobo sde su y Viecuando germaSlo, Los eleitado.
1, que enciosa beldad reador, sicales, de la la de SenriTOS no mas de el más pero e luna, bastacomo de la Schutrechaaceleradamente la fama de este soberano del arte: la ciudad del Támesis le da oro en abundancia, Viena le dispensa su admiración, París le retiene, el Comisario de Cruzada, Manuel Fernández Varela, le llama España, y no hay lugar que visite donde su presencia no sea considerada como un acontecimiento. Da la nota más alta juicio de sus críticos, en su Guillermo Tell, que le asegura el respeto de los inteligentes de todos los tiempos; raro conjunto en que se funden la gracia italiana, la profundidad de los alemanes y la enérgica precisión del genio francés. Oigamos al eminente hablista Pedro Antonio de Alarcón. Rossini fué el héroe de innumerables campañas artísticas y galantes; el que compartió con Goethe, Byron, Napoleón y Nelson, los aplausos del siglo XIX, cuando este siglo estaba en la adolescencia, acariciando sueños de gloria y de poesía; era el autor del Barbero, de Otelo, de Semiramis, Gasza Ladra, Tancredo, Moisés, El Sitio ile Corinto, Guillermo Tell, etc. y maestro de Donizetti y de Bellini; el hombre que miraba desdeñoso los aplausos del mundo, desencantando sus admiradores con la risa de Voltaire, con la de Anacreonte y con la de Polichinela. El Stabat Mater fue escrito en España y dedicado Varela, quien lo hizo estrenar dos años más y tarde en San Felipe el Real de Madrid. Ver Rossini con la batuta delante del teclado, equivalía ver Mirabeau en la tribuna, Napoleón en el combate, Byron escribiendo su poema sobre los muros de Corinto.
En 1797 nace también en Italia, Severo Mercadante, compositor, violinista y flautista, discípulo de Zingarelli, muy estimado de Rossini, y amigo intimo de Querubini. Por sus obras maestras, Maria Estuardo, Elssa y Claudio y Los dos ilustres rivales, se le considera como el último mrestro que conserva en su música las tradiciones de la buena escuela italiana.
Cayetano Donizetti, de temperamento excesivamente nervioso, de rápida y fecundísima fantasía hasta el extremo de instrumentar toda una ópera en dos días, y de burlarse de la peresa de Rossini, que tarda once días en componer y dar al teatro El Barbero de Sevilla, es el Loco de Bergamo, que vierte su infinita ternura en Lucia, la más patética de sus producciones. Sobre letra del poeta Felice Romani, quien también escribe el argumento para la Sonámbula, compone las tétricas notas de Ana Bolena. Los Mártires, la Favorita, Don Sebastián, y un Miserere, completan la diadema de este esclarecido compositor lombardo, considerado como el segundo después de Rossini.
La Babilonia del Sena produce en 1799, otro predilecto de la musa de los sonidos, Santiago Halevy, discípulo de Querubini, autor de La Judia y de otras joyas del arte. El maestro francés encuentra en la Malibran, ura intérprete inimitable, que contribuye darle universal nombradía.
Al pie del monte Etna aparece en 1802, el ruiseñor siciliano, Vicente Bellini, rey de la melodía, discípulo de Zingarelli y condiscípulo de Florimo y Mercadante. Cuando ya su simpático nombre había resonado en Nápoles, 2269 Feren un ultitud ópera XVIII y de encias.
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