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y que si el goce es nuestro anhelo, no lo hay más exquisito que el que las artes proporcionan: la vida ennoblecida, la suerte humana dignificada, el placer trasfigurado, la inteligencia con las alas abiertas, la sacra llama de la fantasía ascendiendo refulgente los cielos, el habla como celeste de las musas ahuyentando de nuestra atmósfera el rugido de las pasiones feroces y voraces, he ahí lo que desdeñan que el hombre era bestia de las selvas cuando fué traído vida serena y limpia por el influjo de las bellas artes; del arte, que, como delicada abeja, zumba en torno de nuestro pensamiento, haciéndonos gustar, a través de las congojas de la realidad, la miel del ensueño; que como dorada mariposa vuela con alas de púrpura sobre la espinas de la existencia cotidiana; que como rayo de luz pasa por el mundo de oscuridad y lodo de la vida vulgar. dejando en ella estela resplandeciente y aromosa; conduciendo su Dios los que abrigan la ilusión de conocerlo. y bastando para los que no lo intentan, como revelación de lo infinito, como vislumbre de lo eterno. como sombra de lo ideal sobre la vida.
Veinte siglos há que se deshizo en polvo, que se disipó en humo, aquella cultura helénica tan famosa, que en pedazos de piedra de sus templos en el Museo Británico conservados, en la Venus de Milo aquí, en el Apolo del Belvedere allá, en páginas de una literatura, que al pasar por el cauce de otros idiomas apenas guarda el nativo perfume, queda sólo en pálido recuerdo, en fosforescencia errática, en eco mortecino de apenas inteligible melodía; y, sin embargo. qué devoto de lo ideal, qué enamorado de la belleza, al oir sonar el nombre de la Grecia, no siente vibrar su pensamiento la manera de una lira cuyas cuerdas sacude la mano de una musa?
Allá están. allá están, allá en la lejanía nos parece contemplarlas. las blancas estatuas; allá los circenses juegos atravesados por el canto de Pindaro, coranados por un laurel que nunca se marchita; creedios asistir su teatro: oir el lamento de Prometeo, el silvo de las Euménides, el ronco acento del furor de Medea, el grito de dolor de Edipo, el grito de venganza de Orestes, el clamor de los siete delante de Tebas; aquella carcajada de Aristófanes, semejante la risa de los inmortales con que hace temblar el viejo Homero los palacios cristalinos del Empíreo; contemplamos cómo se arremolina la plebe entusiasmada, al caer sobre ella, como lluvia de oro, la palabra de Pericles; al pasar sobre ella, como soplo de tempestad, el acento de Demóstenes. vemos aquellas islas, jardines flotantes de flores y de ideas. y la bandada de trirremes emprendiendo la teoría al inspirado Delfos; y en medio de singular legión de sabios, de artistas, de guerreros, de legisladores, de filósofos, altos como gigantes, como cumbres alzadas sobre grandes montañas. miramos Platón y Aristóteles enseñando, no la Grecia sino al género humano, no para su tiempo, sino de una vez, el camino de la observación científica y el de la contemplación artística: lo real sin misterio y lo ideal sin nubes, la doble senda, el doble derrotero que conduce en la epopeya de la humana historia las grandes cimas, colmadas de claridad celeste, de la verdad, la bondad y la belleza. que son los tres nombres del Dios eterno y vivo que la naturaleza revela con revelación directa y clara, sin sombras y por lo mismo sin necesidad de sutiles interpretaciones. en el diálogo entre la creación y la conciencia, que ha sonado en las cúspides más altas de la vida, durante la existencia planetaria.
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