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nalidades no pueda ostentar una legión de cerebros luminosos tan amplia, al menos, como el calendario de la Iglesia Romana. Son naciones en que la ingeniería tiene portentos, en que la industria hace milagros, en que el comercio es un prodigio, proponedles, por ello, que renuncien a las cenizas y los recuerdos de sus grandes poetas, de sus grandes artistas. proponedles, que se dejen quitar la gloria de sus vates, de sus soñadores, de sus profetas, de las tribunas de las grandes palabras y de los escritorios de las plumas diamantinas que han dado más perdurable resplandor su suelo. Mirad si en ellas el afán de las armas los desvelos de la ciencia, las baraundas de las bolsas, las ansiedades del agio han tenido poder para que se apague la lámpara nocturna del pensador solitario, se cierre el taller del artista. para que enmudezca la lira del poeta. Qué legión de sabios inclinados sobre la retorta del laboratorio. pero qué legión de inspirados estudiando las posibilidades de la lengua para decir las maravillas de la inteligencia! éste mirando los portentos de lo pequeño en el microscopio, aquél los portentos de lo grande con el telescopio; el otro usando de microscopios y telescopios que no se ven, para decir la miseria y la gloria del pensamiento humano. Economía política, pero rimas también; grandes batallas, pero grandes poemas asimismo; revoluciones en la industria, pero más hondas revoluciones en las ideas. Quién duda que el nombre de Wellington no ha sonado tánto ni ha producido tantos estremecimientos de la columna vertebral como el nombre de Byron en el mundo. aun de este lado del Atlántico, donde el industrialismo, el mercantilismo, la mecánica, se han extremado como en ninguna otra parte de la tierra. podría desdeñar algún norteamericano sin ser merecedor de ignominiosa muerte, el rastro que dejaron en las letras, las lirius de Bryan y Longfellow, la fantasía de Poe, la prosa de Emerson, los sermones de Beecher, la novela de su inmortal hermana, la pléyarle de tribunos y de periodistas que han hecho aquella libertad y aquel derecho, que son como escudos de diamante de todos los desamparados de la tierra y que, como tuve no ha muchos días ocasión de recordarlo, lograron que cayera sobre el suelo de los Estados Unidos a e un solo golpe, sin conmoverlo, la cadena de cinco millones de esclavos, como eco sublime de la caída de la cruz del Redentor en el suplicio incomparable del Calvario. en nuestra sangre? bastaría el manco inmortal de Lepanto, bastaría el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, cabalgando sobre el huesudo Rocinante, seguido del rústico, pacífico, malicioso escudero en su asno montado, teniendo delante de su pensamiento a la sin par Dulcinea, en la flaca mano la lanza, en el débil cuerpo la armadura, en el ingente ánimo el espíritu del Cid, en torno de las marchitas cienes la aureola de sus propósitos sublimes. triste y enjuto caballero de lo ideal, mientras lo sigue el robusto aldeano que va en busca de su Insula Barataria, para que en esa compendiosa pintura de la vida. nunca admirada en demasía. se coronara el arte español con los laureles del más brillante de los triunfos.
Pero no está ello solo. el Segismundo de Calderón. y la monstriosa fecundidad de Lope. y Alarcón y Moreto. y Góngora y Quevedo. y aquella legión, en fin, de genios y de ingenios, de vates y prosistas, de periodistas y ibunos. y Castelar que, por más que el buen gusto haga 2527

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