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Delirio Llegó la hora, madre mía. La muerte en el alma siento, y al abandonar el mundo voy enterrar mis recuerdos.
Esta fiebre me devora y parece que aquí dentro un volcán que no se extingue vuelve cenizas mi pecho.
Mientras su fuego me abrasa y en las entrañas lo llevo, están, sin acción alguna, mis manos y mis pies yertos.
Madrecita, que no venga la ingrata que tanto quiero, que no venga ver su víctima, por favor, yo te lo ruego; porque es tal la negra infamia de su corazón de hielo, que reira de mi cadáver, Ty cuán sagrado es un muerto!
Allí están en una caja su retrato, su cabello, y aquella flor encarnada que me obsequió con un beso.
Hallarás también las cartas que en un paquete conservo; recógelas con cuidado y arroja todo en el fuego.
Abre la ventana. quieres?
Para mirar ese cielo, donde encontrará muy pronto mi corazón el sosiego. Oh, qué ambiente el que respiro. Como que estoy ya más fresco, como que vuelvo a la vida y la salud recupero. Qué buena eres, madre mía!
Perdona si ingrato y necio otra mujer he entregado el cariño que te debo.
Siento no sé qué alegría, y un extrañísimo anhelo como de estrecharte mucho, mucho, mucho, mas no puedo.
Mis fuerzas se debilitan, te busco y no te veo.
Toma un beso y un abrazo: jes, madre, mi adiós postrero Daniel Ureña
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