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El sepulcro de Colón ies.
ibel el Nuestro amable profesor de historia en el curso primario era un hombre minado por aguda enfermedad del pecho y por lo mismo nervioso y vehemente, Tenía la vocación del magisterio y la predilección de su interesante asignatura.
En aquella mañana en que nos hizo el relato de las peregrinaciones y torturas de Colón, antes y después de su portentoso descubrimiento, sus ojos se humedecieron y la palabra apagada como el eco débil de un sollozo nos hizo estremecer a todos.
Maestro, la elocuencia que nace del corazón es divina inolvidable. Tu recuerdo al evocar el del marino genovés se despierta vivaz y nos tr nsporta los felices dias de nuestra adolescencia.
El primer Almirante de las Indias dejó de existir el 20 de mayo de 1506.
Su agonia fué la de un santo, pero en sus últimos instantes una duda cruel sobre la justicia de los hombres y la generosidad de los reyes hizo asomar una triste sonrisa sus labios descoloridos.
Su cadáver fué llevado con pompa al convento de franciscanos de Vallado lid por los hermanos de la orden tercera y allí fué sepultado. Todo parecia concluido. Las plegarias de la liturgia católica anuncian y prometen para ruestros despojos mortales el reposo y la paz. Pero un destino misterioso que pesó sobre la vida inquieta del Almirante debía prolongar sus peregrinaciones más allá de su terrenal existencia En 1513 sus restos fueron trasladados al convento de Santa María de las Cuevas, en los suburbios de Sevilla; en 1541, para cumplir un deseo manifestado por el Almirante, se le trasladó a la catedral de su querida isla Española; en 1796 nuevo viaje: cedida esa antilla los franceses, se llevaron los españoles los huesos venerandos a la Habana; finalmente y como consecuencia de la guerra hispano americana, antes de abandonar definitivamente Cuba toman de nuevo las reliquias, sacratísimos penates, y las trasladan en enero de 1899 la ciudad de Sevilla.
En las naves majestuosas de aquella prodigiosa catedral, entre tantos tesoros de arte legados por los siglos en que imperó la fe; retablos maravillosos, cuadros, esculturas, orfebrería y telas deslumbradoras recamadas de piedras preciosas, más que todo, el sepulcro de Colón atrajo nuestra contemplación enternecida y silenciosa.
No por cierto por la belleza de la forma. El monumento es moderno y está firmado por Arturo Mélida. Del informe de la Academia, que premió el concurso abierto con ese objeto, copiamos el párrafo siguiente. Cuatro Reyes de armas llevan en hombros el féretro de Colón y visten lobas luctuosas por el muerto, con insignias de gala por la exultación del glorioso Almirante; son los portadores aquellos de quienes decía Gonzalo Fernández de Oviedo: traen demás de la cota real vestida, un escudo de oro sobre el corazón, 2743
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