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La amé con un delirio veces santo y satánico veces. Le pedia su amor, con ansia, con locura y llanto.
Hasta que a fin llegó el sublime día en que vencida al amoroso ruego pude gritarle con el alma: Mia!
Ningún amante frenesí tan ciego. Ningún raudal tan impetuoso y hondo!
Ningún incendio con tan albo fuego!
Sentir entre mis brazos ese blondo cabello luminoso, en sus pupilas ver su adorado espíritu hasta el fondo.
Oir sus dulces pláticas tranquilas, vagar con ella por el bosque ameno, y ornar su pecho con recientes lilas.
Sentir mi sér de su ternura lleno.
Tan joven, tan hermosa, tan amante, y yo. Por qué la dí de mi veneno. Yo que la amaba tánto. En cuál instante senti otra vez la eterna sacudida, la voz fatal de mi destino errante?
Esa voz me gritó, voz repetida como al judío legendario. Anda: anda, desventurado, por la vida. Ah! ese grito de la voz nefanda, como el soplo de un raudo torbellino, mis ilusiones al azar desbanda.
Así lo quiere acaso mi destino; entonces yo, dejando mis amores, tomo mi cruz y sigo mi camino.
Esa noche de trágicos horrores, esa noche de invierno, triste y fría, fui llevarle mis besos y mis flores, Ya por última vez. Xoche sombría, de angustia, de reproche, de lamento cuyo eco me persigue todavía.
Ella mi lado, trémula. Yo atento su voz impregnada de amargura; afuera, el triste rebramar del viento.
Dulcemente besé su frente pura y al besarla sentí que en mi conciencia pesaba toda aquella desventura.
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