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Manchas de color Para Páginas Ilustradas Florodora EL Médico de la casa Ver ad que la niña había muerto; pero también lo era que el pobre médico, jove, y recién llegado a la ciudad, había hecho esfuerzos sobrehumanos por salva la. Primero, y ante todo, por humanidad; luego, porque dada la riqueza wla posción social de los padres, aquella cura le habria valido reputación y dinero; pues el rico banquero, loco de color como estaba al ver morir su hijita única, tenida a los doce años de casado, ofrecía un caudal al que le diera vida, pero todo fue inultil: la ciencia impotente, y mientras el padre oía como idiota los cuatro doctores, y mientras el joven médico (que era el de cabecera. lucía su erudición y hablaba en larga y ampulasa disertarión sobre la enfermedad de la niña (Tifus malárico. el padre o a los estertores de la agonía de la hija y el llanto desgarrador de la madre. Pobre hijita suya! Apenas vivió dos meses. Verdad es que al verla al nacer nadie pudo creer que viviera una hora, pero según opinión del comadrón facultativo, el raquitismo de la niña proven a del mal trato del vientre de la madre siempre encerrado en apretado corset y. cosas algo peores heredadas del padre.
Murió la niña, y el médico se creyó obligado consolar los padres, y éstos agradecidos ofreciéronle su apoyo y desde entonces nació aquella amistad que tanto favoreció al joven galeno.
Jueves y domingo a morzaba en la casa, sin contar las visitas de profesión, esto es: cuando la señora tenía jaqueca (que no era pocas veces. cuando Merceditas, su hermana soltera, se sentia nerviosa, cuando el señor se hallaba indispuesto de alguna mala digestión.
Era dispéptico, la enfermedad de moda entre los ricos. Los meses sucedieron a los días y la amistad del joven crec a corriendo parejas con el cariño que por él sentia el banquero, pues por él, el médico pronto tuvo coche, lujoso gabinete y numerosa clientela.
Era domingo. Mercedes, ante el espejo, arreglaba con minuciosa atención un bucle caprichoso que descendia demasiado sobre su frente. Su cabeza, era su orgullo. Ella sabia que no era hermosa, pero su cuerpo elegante, de una elegancia irreprochable, sus blancas manos y su cabeza de un porte aristocrático, peinada siempre con cuidadoso esmero, aquella fina cabellera, de un rubio dorado, cabellos blondos, admirables, que contrastaban con la faz larga, pálida, cubierta de pecas, con la boca fina, de labios irónicos y su afilada nariz, que daba una nota dura su semblante. También eran hermosos sus ojos, extraños ojos de un azul oscuro, rayados de negro, orlados de larguísimas pestañas que los ensombrecían y hacían dulces y lánguidos.
En la reluciente luna de Venecia se miró largo tiempo y quedó satisfecha Bajo el traje princesa de un tono azul pálido, tan pálido como un rayo de luna, sus formas opulentas se acusaban tentadoras. El bucle rebelde por fin caía su gusto; fojo, ondulante, rozando apenas su frente. Las manos deslumbrantes de joyas.
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