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El fin de un hombre libre Para Páginas Ilustradas Aquella tarde de mayo la luz del sol parecía como estancada en el jardincito cercado por las lilas y los naranjos. De cada minúscula estrella de amatista, de cada cáliz de nieve, se exhalaba un voluptuoso incienso de Primavera que embriagaba los sentidos invitaba gozar de la vida. Así debió sentirlo Román, pues volviendo la cabeza, en la que ya crecían otra vez revueltos los cabelos y su rala barba que hacía aún más intensa la palidez de su rostro de tuberculoso, dirigió una mirada de anhelo ansioso hacia la ventana que, entreabierta, parecía tener tras sí como un querer entrar de la Primavera en aquella habitación saturada de las emanaciones de la creosota y del éter. su mirada triste, que cada día se amortiguaba más en las obscuras concavidades de sus ojos, como parecia anegarse desesperada en aquellos rayos luminosos entre los que cantaban los pájaros y zumbaban las abejas, mientras la brisa suave y perfumada mecía las ramas de los árboles y las hojas de las plantas.
Una voz de mujer se dejó oír cerca del enfermo diciendo, solícita y dulcemente. Quieres algo?
Román contestó un no apenas perceptible. Qué tal estás. insistió aquella voz después de una cortísima pausa. Como siempre. Déjame solo un rato. quieres. Solo, Román. Si, hazme el favor.
Ya no insistió el enfermo y al ratito vió a la figura blanca cruzar la habitación con paso quieto, obscureciendo momentáneamente la ráfaga de luz, y desaparecer.
Con la sensación de que tampoco aquella vez. Lidia quería dejarle solo, el enfermo cerró los párpados y con cierta impaciencia febrii arrugó la vuelta de la sábana entre sus dedos, largos y huesosos, en los que brillaban las uñas como curvados y amarillentos vidrios.
Siempre, eternamente, aquella compañía bondadosa que había venido ser como el grillete puesto a sus energías vencidas en plena juventud. él que abominaba de todo vínculo impuesto por la Sociedad la Religión; que había querido ser siempre un apóstol de la existencia libre, del amor libre, del libre pensamiento! haciéndose la ilusión de que lo que estaba de allá de la ventana podía entrar en su cuerpo, vivificándolo, le dijo a Lidia, a la que adivinó en un rincón de la estancia, que abriera la ventana de par en par.
La mujer se resistió tratando de hacerle entender que el aire podía dañar.
le, sobre todo en aquella hora en que cada día aumentaba la calentura; pero él, terco como un niño, insistió nerviosamente esforzando su apagada voz y respi.
rando con fatiga. la mujer, moviendo tristemente la cabeza, abrió la ventana.
Libremente entraron en la habitación la luz, el aire y los efluvios primaverales. De quicio quicio de la ventana trepaban, retorciéndose sobre ellas mismas, las ramas de una enredadera, y entre sus hojas de verde gris mecan se las azules campanillas. Arriba en el cielo, de un purísimo azul, una bandada de palomas dibujab caprichosas guirnaldas: y allá en el horizonte lejano las montañas se enseñoreaban sobre espléndidas alfombras de dorada retama.
Entre las últimas lilas y las primeras retamas surgia de dos manchas verdes la corona de balaustres de piedra del mirador de la casa vecina, escondida por las frondosas magnolias; y allá en la azotea, bajo un toldo de rosales, exube.
rantes de flores, Román alcarzaba ver y gozaba de una escena familiar y de conmovedor encanto.
Sentada en amplio sillón de junco, la labor caída en la falda, una mujer reia alegremente; con una risa sana y espontánea que hacía temblar los dorados espejuelos y la blanca cabeza. Dos niños pequeños, colorados por el alegre afán de querer coronar a la abuela con rústicas y nutridas coronas de rosas, la envolvían en alegre parloteo. Oh, qué visión para el moribundo soñador, la de aquel invierno que la primavera quería coronar de flores!
En aquella tarde de mayo, llena de cantos de pájaros, de perfumes de flores y de zumbidos de abejas, la abuela olvidaba la ruina de su cuerpo para recobrar una alegría juvenil en contacto con aquella infancia rebusante de vida, que trepaba por el sillón, con sus piernecitas desnudas y los movedizos piesecitos, para orlar su frente con la corona de flores. mientras las risas de la infancia y de la senectud se mezclaban, en alborotado concierto, con las ráfagas de la vida que brotaban por todos lados, Román, que sentía por momentos avanzar la inevitable muerte, tuvo más Pero si.
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