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3796 PÁGINAS ILUSTRADAS Megárida Leyenda napolitana de Matilde Serao, traducida del francés para Páginas Ilustradas En el punto adonde el mar de Chiatamone es más agitado y llega estrellar sus espumas blancas contra las negras rocas, bastiones formidables del castillo del Huevo; allá donde la mirada melancólica del soñador contempla un paraje triste que hiela el corazón, hubo antaño, en los remotos tiempos, cien años antes por lo menos del nacimiento del Redentor, una vasta isla florida llamada Megarida Megara, lo que significa grande, en el dulce idioma griego. Ese pedazo de tierra se había disgrega do de la playa Platamonia, pero no estaba lejana, y como si el fermento primaveral hubiese pasado de la colina la isla arrastrado por las olas cuando en la bella estación se coronaban las montañas de rosas y jazmi nez, la isla también florecia en medio de las ondas saladas, y semejaba un ramillete gigantesco que la naturaleza hacia surgir un altar elevado a Flora, la diosa perfumada.
Durante las noches del estío se oían músicas dulces vagar por enci ma de la isla y bajo los rayos de la luna; se diria que las ninfas del marsombras ligeras se entregaban con delirio sus danzas sagradas. Así, cuando el viajero paseaba por la orilla, por respeto lo divino apartaba los ojos, y los novios enamorados que juntos se recreaban vagando por las playas, enviaban saludo la isla divina, bajando la cabeza para no tur bar la augusta danza.
Cierto, la isla con sus verdes macizos de arbustos, sus bosques profundos, sus frescas praderas y sus juncos que susurran, debía ser habitada por las Dryadas y Nereidas, de otro modo no sería tan risueña bajo el sol, ni tendría su mágico encanto la luz de la luna, ni su colorido, su calma y su perfume sempiternos. La isla era divina, puesto que las diosas la ha bitaban.
Lúculo, el guerrero vigoroso, amigo de los artistas, el primero entre los epicurianos, acostumbraba satisfacer todos sus caprichos, era partidario de tener sus villas rodeadas de agua por todos lados. Ya estaba hastiado de su espléndido palacio de Roma, de su casa de campo de Baia, de su finca de Tuscullum y de su villa de Pompeya. Se le ocurrió edificar otra en Megárida asi lo hizo. Violó la mansión de las ninfas marinas para hacer su propia morada y se apropio de los prados, de los bosquecillos de rosas, de las rocas que descienden en suave pendiente hacia el mar.
Las ninfas se lamentaron de haber perdido las grutas de coral tapiza
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